Hemos podido superar por los pelos su primer envite, pero el coronavirus continúa ahí, agazapado. De hecho por eso la nueva normalidad se llama así: porque de normalidad tiene poco y en cualquier momento se puede cruzar la fina línea entre una situación semicontrolada y una pandemia desbocada que nos obligue a tomar medidas drásticas y muy onerosas para todos.
La verdad es que la actitud que muchos, demasiados españoles, están tomando en esta etapa de nueva normalidad me está sorprendiendo muy negativamente. No es que sea esta actitud exclusiva del homo hispanicus, ya que por desgracia también se repite en otros países cuyos ciudadanos pasaban hasta ahora por ser gentes cívicas y ordenadas. Pero lo que me afecta a mí, a mi familia, a mis amigos, a mis vecinos y conciudadanos, es lo que ocurre en mi país y en la ciudad en la que vivo. Y lo que veo no me gusta en absoluto.
Fiestas salvajes. Grupos de gente que no guarda la distancia de seguridad. Muchas, demasiadas personas que no llevan mascarilla o que la llevan en la mano o en el bolso. Personas que dicen sin empacho que no llevan mascarilla porque les molesta. Faltas evidentes de higiene contra el virus en muchas gentes. Desdén por el peligro que supone la pandemia y sus consecuencias. Irresponsabilidad suicida, en suma.
Vamos por partes. No podemos destacar ningún grupo de edad ni ningún lugar geográfico porque no existen estadísticas fiables para ello. Pero lo que sí se puede es aplicar nuestra propia experiencia personal, lo que vemos y oímos. Y debo decir que he visto y oído cosas que no me han gustado nada. Al menos por lo que a mí me toca. Hace unos días, por ejemplo, estuve unas horas en la capital regional y me quedé sorprendido. Gratamente, debo decirlo, porque apenas vi a nadie que no llevara mascarilla, y además todo el mundo la llevaba correctamente puesta. En las tiendas y en la calle la gente procuraba guardar la distancia de seguridad y cumplía con los preceptos de la nueva normalidad. Cuando volví a Cieza el panorama era completamente contrario: muy pocos viandantes llevaban la mascarilla en su lugar, y para mayor escarnio la proporción de quienes la llevaban en el antebrazo o en la muñeca triplicaba a la de quienes la portaban como debe hacerse. Y mucho mayor era aún el porcentaje de gente que no llevaba mascarilla en absoluto.
Si a ello le unimos que aumenta la proporción de quienes, saltándose las normas de los propios negocios, pretenden entrar en locales comerciales sin mascarilla; que los parroquianos de los bares (al menos de algunos) se arremolinan en las barras sin que al parecer a ellos les afecte la posible presencia del virus; que grupos de jóvenes se pasean por Cieza sin mascarilla ni distancia social (más bien al contrario); que cada día más personas de la tercera edad andan tranquilamente por la calle sin ningún tipo de protección; si sumamos todo eso y mucho más nos encontramos con que estamos, literalmente, al borde del precipicio, y que si se produce un solo caso en Cieza la expansión de la Covid-19 puede ser, literalmente, imparable.
No quiero ser alarmista. Ojalá no tuviera que escribir esto. Pero si la pandemia vuelve con fuerza las consecuencias pueden resultar fatales. Tened en cuenta que con apenas un 5% de ciudadanos afectados, muchos de ellos asintomáticos, nuestro sistema sanitario ha estado ha punto de derrumbarse, hemos tenido decenas de miles de muertos (posiblemente más de 40.000) y nuestra economía se ha ido, literalmente, al garete. Imaginad qué ocurriría si volvemos al confinamiento, a la parálisis económica, a la hecatombe sanitaria; es posible que no haya después posibilidad de recuperar nuestra vida perdida ni a corto ni a medio plazo. Y en el camino se quedarán, nos quedaremos, muchos de nosotros: jóvenes, ancianos, adultos... Debemos tener en cuenta, además, que aunque no lleguemos a notar los síntomas de la enfermedad nos podemos convertir en vectores de la misma, en transmisores literales de enfermedad y de muerte. Si no tenemos cuidado, si no cumplimos con las normas de la nueva normalidad hasta que se descubra la vacuna o un tratamiento eficaz, podemos provocar literalmente la muerte de nuestros padres, de nuestros hijos, de nuestros familiares, amigos y vecinos. Podemos provocar con nuestra desidia el derrumbe económico del país, de nuestra ciudad, con las consecuencias de hambre, desesperación y miseria que le acompañarían. Pensemos al menos en ello, porque es una posibilidad real y, a tenor de lo que se ve todos los días en nuestra ciudad, alarmantemente posible.
Si no lo hacemos por nosotros, hagámoslo al menos por los nuestros. Que después no tengamos que arrepentirnos de nuestra inconsciencia. Y que Cieza se convierta en un lugar seguro en el que sus habitantes cierren la puerta al coronavirus simplemente cumpliendo con esas normas que están diseñadas para ello. Así que a todos aquellos que por su inconsciencia nos ponen a todos en peligro solo les pido que piensen en los demás; incluso en sí mismos.