Aquí estoy, y supongo que ustedes conmigo, aunque yo sigo diciendo mi canción solamente a quien conmigo va. La reservo, pero la tarareo siempre en tonos quedos por no escandalizar a nadie con excentricidades de machadiano loco. Llegados a la altura de la encrucijada de la confitería de la Cañeta, que no sé si sigue abierta porque cuando paso siempre está cerrada, recuerdo que allí se elaboraban los mejores y más monumentales cuernos de toda la Región de Murcia con un merengue tostadico, excepcional. Riquísimo. Seguimos recto. La calle, ya Larga, se hace ligeramente más angosta y coge aire de pueblo sencillo y llano, sin ínfulas, dejando atrás la ciudad más aparente y populosa. A la izquierda, la carnicería Carteya, según algunos uno de los nombres que tuvo Cieza allá en la noche de los tiempos. Parece que no. En estos días finales de noviembre, de fríos aún inciertos, el tiempo ha cambiado. Se ha puesto húmedo, pero el frío no es excesivo y puedo aguantar con las manos fuera de los bolsillos. Recorridos apenas cien metros hacia el interior de la calle, a mano izquierda, la irregular arquitectura y urbanismo de la vía, antigua y desalineada, llega hasta un edificio de buen porte, flanqueado de bolardos, donde ha vivido en las últimas décadas y supongo que aún sigue viviendo Fina, la Coca, viuda de mi chache Paco, Francisco Marcos Balsalobre, hermano de mi padre, cordial, noble, bueno y tonto, fallecido en 1993, una de esas personas con las que la vida (y los inquilinos de la vida que a él le tocaron en suerte, o sea, ese sartriano infierno de los otros, hizo siempre lo que quiso, trasteándolo como a un muñeco estafermo). El edificio tiene para mí un recuerdo sentimental especial, imborrable: a él fue a parar mi querida chacha Ángeles, aquejada de lo que parecía Alzheimer, en los últimos meses-años de su vida, y allí, en la puerta de ese edificio, despedí, junto a mi hermano y cuatro pelagatos más, a quien se llamaba Ángeles y fue en vida un ángel del cielo que se equivocó de hábitat y espacio. Fue un entierro -paradójicamente- desangelado, y triste. A continuación, las dos calles, “callejones” más bien, más estrechas de Cieza, el “callejón de la Virgencica”, con su imagen de la Virgen, y un poco más adelante, el “Callejón Góngora”, al final del cual se ve la parte trasera del edificio del Ayuntamiento. Seguimos recto, yo, ustedes y mi otro yo que siempre va conmigo. Enfilamos el final de la calle y llegamos a un enclave que trae a mi memoria otras reminiscencias relacionadas sobre todo con la retransmisión de las procesiones de Semana Santa, particularmente la procesión del Prendimiento de Martes Santo por la noche: el Rincón de los Pinos, donde, paradójicamente, si los hubo alguna vez, no queda ninguno, y donde figuran consignadas dos fechas, 1914, que a mí sólo me sugiere el año de comienzo de la primera gran Guerra, en el soporte pétreo de una antigua farola metálica de triste y apagaduza bombilla y 1894, en la base metálica de la farola en sí misma. No puedo dar explicación de ninguna de las dos referencias temporales en aquel contexto, y me limito a hacer la observación para que ustedes indaguen y me lo comenten a mí si a bien lo tienen. Gracias. Prometo dejar constancia en otro artículo. y, si ustedes lo desean, citando procedencia. A la altura del supermercado “La Despensa”, que tampoco sé si sigue operativo, aunque creo que no porque esta mañana me he fijado en la pegatina de una inmobiliaria en su puerta, instalé durante años la unidad móvil de Tele Red Cieza -una Nissan Vanette de segunda o cuarta mano- para retransmitir la procesión del Prendimiento de Martes Santo. Era un buen enclave para el disfrute estético de la procesión, pero, no sé muy bien por qué, siempre solía haber problemas con el emisor de microondas que utilizábamos para hacer llegar la señal de la procesión en directo. Sigo mi camino de tantas mañanas y dejo a la derecha la calle Cartas con su terrible crimen de la Encarnación Pascual, mientras veo al fondo, en verdinoso bronce, gritando estruendosamente en su patética mudez, bajo la pequeña espadaña de la ermita de San Bartolomé, a la vecina que según la leyenda, avisó de que venían moros por el puente de hierro, carretera de Mula. Sobrepaso el Rincón de los Pinos y me adentro en la calle del Cid, al tiempo que oigo levantarse el portón de la cochera de la casa solariega que se ha agenciado mi compañero en el IES “Diego Tortosa” y buen amigo, Francisco José Santos Martínez, historiador y músico, a quien yo solía referirme, por su envergadura y aparente fortaleza física, pero también, paradójicamente, por su fragilidad emocional y su propensión a achaques digestivos, como “mi gigante de los pies de barro”, siempre humano, cordial y accesible por otra parte. Después la Plaza Mayor, Iglesia y Estado con la torre de la basílica de la Asunción y el edificio del Ayuntamiento en el que a esa hora ya se afanan sus diligentes funcionarios en la mejor componenda de la res pública municipal. Pocos pasos más adelante, en una concatenación de nombres a los que yo tiendo a buscarles simbolismos más o menos peregrinos, la carnicería Gloria, y, a mano izquierda, muy cerca de allí, muy cerca de la gloria (en realidad se supone que en ella) la gran Casa de los Santos, la Casa-Museo de la Semana Santa de Cieza como no podía ser menos. Me viene el recuerdo del pregón de la Semana Santa 2002, todo un hito en mi vida que le debo a Dios, pero no al dios cristiano de los fieles, o al más intransigente aún de los musulmanes, o al de algunas deidades orientales, sino al que vive dos calles más abajo de la Casa de los Santos, en la ciezana calle Empedrá, Rafael Salmerón Pinar, a quién designé hace años, digitalmente y porque así lo quise y me dio la gana, como mi albacea literario, y al que los santos tanto le deben aún por su denodada entrega durante más de dieciocho años a la Junta de Hermandades Pasionarias, y al mayor esplendor de la Semana Santa Ciezana. Tiro riro riiiii tariro tiroriroralí…tiro riro riiiii tariro riro rariiiiii…Suena la marcha del maestro Gómez Villa…con su impresionante solo de trompeta que tan bien interpretaba otro alumno mío, Antonio Piñera…
Y aquí lo dejo por esta semana porque compruebo que aún queda cordel y cuerda para otra entrega, la cuarta, porque esta ruta rinde recorrido y alcanza meta en la estación del ferrocarril de Cieza, a la que voy a convertir en Cieza-Termini, y hasta ese punto elevado quedan cosas que contar en este noviembre de fríos todavía inciertos que extenderá su morriñoso influjo hasta pasado el puente de la Inmaculada-Constitución (¡¡¡qué más quisiéramos, Inmaculada y Constitución!!!)
Noviembre dulce…de almizcle, miel, arrope, caqui, palo santo y boniato, de sangre espesa de colesterol malo ldl y aroma a cera roja de capilla de cementerio, y untuoso, pegajoso incienso. Sí, Noviembre, lánguidamente dulce y pastoso, de muertos blandos y recientes al acecho.
Noviembre dulce de mórbida, mortal y traicionera dulzura.