Somos, cada uno de nosotros, un fino hilo en esa larga, eterna e inextricable cuerda que es el devenir de la vida. Un fino hilo que, unido a otros junto a nosotros, por detrás y por delante de nosotros, conduce desde un principio que va más allá de todos los principios hasta un final que supera todos los finales. Una tras otra, generación tras generación, nosotros recorremos los eones del tiempo dejando nuestra huella, al igual que nosotros formamos parte de la huella de quienes nos precedieron.
Siempre se habla de la inmortalidad. De vivir por siempre, de perdurar sin límites. Filósofos, científicos, profetas, todos han buscado siempre la vida eterna. Y pocas veces nos damos cuenta de que ya la tenemos.
Perduramos en nuestras obras, en la memoria de quienes nos recuerden. Pero también, y quizás por eso, perduramos también en nuestros hijos. En esos seres que surgen de nosotros, sin pedirlo, por nuestra voluntad o nuestra falta de voluntad, pero siempre de nosotros.
Soy enseñante. Enseño aquello para lo que me formé, que me enseñaron y que transmito a los jóvenes para que ellos lo hagan suyo y, con el tiempo, lo transmitan a otros más jóvenes que ellos, que a su vez lo transmitirán a otras generaciones y así hasta que el ser humano desaparezca, o hasta el fin de los tiempos.
Y soy padre. De dos hijos. Como muchos de vosotros y de vosotras, los que leéis esto, los últimos veinticinco años de mi vida, de la de mi esposa, de la vuestra, los hemos dedicado a traer al mundo a nuestros hijos, a alimentarlos a cuidarlos, a educarlos y enseñarles lo que, creemos, es lo mejor para ellos. Nos hemos sacrificado para ofrecerles el mejor de los futuros posibles, para, demasiadas veces, darles todo aquello que desean sin exigirles nada o casi nada a cambio. Otras veces hemos intentado formarles, hacer que comprendan el valor del esfuerzo, del trabajo, de la solidaridad.
A grandes rasgos, es lo que hacemos. Crear, de la nada, una persona. Aunque bien pensado, quizás no partamos del cero absoluto. Tal vez tengamos un manual de instrucciones para esta tarea que, seguro que coincidís conmigo, es poco menos que ingente. Y ese manual somos… nosotros mismos. Ya sea el instinto, que nos lleva a cumplir nuestro deber como individuos de transmitir nuestros genes a generaciones futuras y salvaguardar el futuro de la especie, ya sea la memoria de lo que nos pasó a nosotros cuando éramos hijos, o la de nuestros padres o amigos, todo ello contribuye a guiarnos en la tarea.
Nuestros hijos, todos los hijos de todos los padres y madres, van formando su personalidad fijándose en buena medida en los modelos que tiene más cercanos. Y estos modelos son, en la mayor parte de los casos, sus padres. Niños y niñas van creciendo y acumulando experiencias que conforman los ladrillos de su yo. Los pequeños oyen, ven, sienten a sus padres decir y obrar, absorben el original, lo tamizan en sus filtros y, las más de las veces, elaboran una imagen de sus padres que convierten en imagen de sí mismos. Y he aquí que los padres nos encontramos con nuestras imágenes especulares en pequeñito, tan parecidos a nosotros que nos causan un fuerte impacto.
Un impacto muchas veces positivo. Nos complace ver (aunque quizás no sea algo del todo positivo) que nuestros hijos son como nosotros. Si yo digo blanco, mi hija dice blanco. Y si digo negro, mi hijo lo dice también. Siempre que se trate de alguna característica nuestra que nos sea querida, de la que estemos orgullosos, nos encantará que nuestros vástagos la hayan heredado y hecho suya.
¿Y si nos imitan en aquello que no nos gusta de nosotros mismos? Muchas veces los padres reaccionamos de forma negativa ante este hecho. Y no deberíamos hacerlo, porque nuestros hijos nos han tomado de modelo, y probablemente no hayan tenido otro, o no se lo hayamos permitido. No es, en puridad, culpa suya. A veces, incluso, estamos tan pendientes de fotocopiarnos a nosotros mismos en nuestros hijos que fallamos en ese deseo, en mi opinión insano, y castigamos por ello a nuestros vástagos. Como si fuéramos un Pigmalión cuya escultura, una vez cobrada vida, no se pareciese a la imagen que nos habíamos hecho de ella.
¿Y qué decir del caso contrario, aquél en el que los hijos, generalmente adolescentes, abominan de sus padres e intentan no parecerse en nada a ellos? Es curioso lo que la experiencia enseña en estos casos. Estos actos de rebeldía intentan la autoafirmación de la propia personalidad negando, precisamente, lo que ha constituido el cimiento de dicha personalidad. Las más de las veces, al pasar el tiempo, el antaño adolescente rebelde se encuentra repitiendo, convertido ya en adulto, todo lo que sus padres decían y hacían y que durante un tiempo negó como parte de su herencia vital. Y empieza a darse cuenta de muchas cosas. En especial cuando los que habían sido hijos e hijas hasta hace poco se convierten ahora en padres, y empiezan a entender muchas de las cosas que han pasado en su vida.
Todos, yo también, hemos oído estas palabras en boca de nuestros padres: “dentro de un tiempo te darás cuenta de lo que has hecho”, o “cuando seas mayor verás que yo tenía razón”. Y vaya si la tenían. Recordemos, padres, lo mal que nos sentaba cuando nuestros padres nos ponían normas, nos daban órdenes, nos enseñaban un camino que muchas veces no nos gustaba. Pensemos, padres, que ahora somos nosotros los que hacemos ese papel precisamente, el de padres, y que nuestros hijos sentirán probablemente lo mismo que sentíamos nosotros; y seguro que nuestros hijos, dentro de unos años y cambiados los papeles, recordarán lo mismo y hasta, en un arranque de sinceridad que al principio les parecerá poco menos que increíble, dirán: “cuánta razón tenían mis padres”.
Los tiempos cambian. La vida evoluciona. Pero hay cosas que parecen eternas, que se mantienen generación tras generación. El amor de los padres por sus hijos, disfrazado a veces de cabezonería y espíritu controlador. El de los hijos por sus padres, en ocasiones transmutado temporalmente en rebeldía y rechazo. El eterno dilema entre la sobreprotección que lleva a nuestros hijos, las más de las veces, a convertirse en personas débiles e incapaces, o la despreocupación, que disfrazamos en ocasiones de pedagogía del endurecimiento y del aprendizaje para valerse por sí mismos, pero que frecuentemente oculta la propia incapacidad como padres o, lo que es peor, la desgana. La búsqueda, sin fin, del término medio y justo entre los extremos en un oficio para el que no se piden carnets ni títulos, pero que es el más importante y digno de los que se pueden desempeñar.
Y aquí estamos, en el eterno fluir de la vida, dando paso a quienes nos suceden y heredando de quienes nos antecedieron su puesto. Siendo pequeñas gotas en la corriente de ese río, pero al mismo tiempo hijos de dioses y dioses nosotros mismos, creadores de vida y modeladores de nuevos seres hasta que dichos seres se conviertan, a su vez, en dioses.
Somos madres y padres, diosas y dioses, hijos e hijas. Y ojalá tengamos la mejor de las suertes en esta noble tarea que es ser un eslabón más en la cadena de la vida.