Está de moda tildar de fascista a medio mundo. Vemos a los independentistas catalanes llamar fascista a quienes no les bailan el santo, a gentes muy, muy de derechas llamar fascistas a otros que en teoría son de izquierdas pero que no aplauden las ideas de esas gentes de derechas, y también a gentes de izquierdas llamar fascistas a quienes no piensan como ellos. Vamos, que en España hay fascistas detrás de cada esquina, en cada casa y en cada partido político.
Pero miren ustedes, queridas lectoras y queridos lectores, que me parece a mí que buena parte de quienes llaman a los demás fascistas son poco menos que aprendices de fascistas. Y además no tienen ni puñetera idea de lo que significa el término fascista. Aunque a algunos les bastaría con mirarse al espejo.
Veamos: un fascista es aquel que niega a quien no piense como él (y a los demás también) el derecho a la libertad de expresión, de ideología, de pensamiento, e incluso el derecho a la existencia. Un fascista es quien exige el pensamiento único basado en una idea suprema a cuya consecución deben dedicarse todos los esfuerzos y sacrificarse lo que haga falta. Un fascista proclama la superioridad del bien común por encima del bien individual y de los derechos de las personas, sin explicar en qué consiste ese bien común y gritando a los cuatro vientos que el individuo es sacrificable. Y sobre todo, entre las pocas ideas claras que tiene un fascista está la eliminación, incluso física, del adversario (es decir, de todos los que no piensen como él).
Fascistas por aquí, fascistas por allá, todo debe estar lleno de fascistas. Incluso yo debo ser fascista, porque algunos de los que utilizan este adjetivo para insultar se lo dedican a personas que piensan básicamente como yo. Por ejemplo, la CUP catalana tacha de fascistas a todos los que no comulgan con su idea de independencia y creación de una república catalana al más puro estilo norcoreano o de Albania en sus buenos y viejos tiempos. No aceptan discrepancias ni matices; de hecho sus votantes no podrán decir que sus líderes les han engañado, porque cumplen a rajatabla y con coherencia lo que les prometieron. Lo malo es que olvida la CUP que la mayoría de los catalanes ha votado en contra de la independencia, y que sólo un sistema electoral más que curioso da a los partidarios de la secesión una mayoría parlamentaria que falsea por completo los resultados de los comicios. Es más, olvidan los mandatarios y militantes de la CUP que ni siquiera el resto de los independentistas aspiran a lo que ellos aspiran, un sistema de extrema izquierda a cuyo lado Cuba o Venezuela parecerían niños de pecho. Y olvidan también que de los 135 diputados del Parlament sólo 4 pertenecen a la CUP, y que la imposición de las ideas de esos 4 diputados a los 131 restantes sería un hecho no sólo escasamente democrático, sino del más puro y duro carácter… fascista.
Porque eso es el fascismo en realidad: obligar a los demás, incluso siendo una minoría, a acatar tus pensamientos y órdenes, negar el pan y la sal a quienes no piensan y actúan como nosotros. Y todas estas cosas ocurren porque en España (Cataluña incluida) tenemos todavía, lamentablemente, una escasa cultura democrática. Olvidamos que la democracia es un juego que se juega entre todos, y que quienes tienen el poder, votados por una parte de la población, no tienen carta blanca para adaptar el país a sus tesis, sino que deben comportarse como gobernantes de toda la nación, de todos los ciudadanos. Olvidamos también la existencia del “otro”, de quien no nos votó, de quien piensa diferente: lo olvidamos y lo obviamos, porque pensamos que la democracia es hacer lo que nos venga en gana y llamamos fascista a quien nos critica o simplemente piensa de otra forma.
Y como este, muchos más ejemplos. Demasiados, incluso. Si fuera por lo que oímos a algunos líderes políticos estaríamos sin duda en un país fascista, de tanto que oímos la palabrita con la que se califica siempre a quien se opone a nuestros designios. Y, curiosamente, al menos a mí me da la impresión de que quienes más acusan a los demás de fascistas huelen a fascismo a mucha distancia, son los alevines surgidos del huevo de la serpiente al calor de una situación de inestabilidad, de penuria, de desencanto con la política tradicional. Y hay que tener cuidado, porque llamando a los demás fascistas hay gentes que lo único que pretenden es esconder, camuflar su propio fascismo. Y ya sabemos todos a dónde lleva el fascismo: a la guerra, al enfrentamiento, a la destrucción.
Yo recomendaría a muchos políticos que estudiasen un poquito de historia. Que leyesen alguno de los innumerables ensayos que sobre el fascismo se han escrito. Y que comparasen a quienes ellos llaman fascistas con los auténticos y genuinos fascistas. Es más, les pediría muy encarecidamente que se compararan ellos mismos con los verdaderos fascistas. Puede que se llevaran una sorpresa muy, muy grande.
El otro día escuché una frase que me impactó: “los fascistas del futuro se llamarán a sí mismos antifascistas”. Aunque creo que la frase, la constatación de este hecho, llega un poco tarde, porque quienes acusan hoy en día a los demás de fascistas son, demasiadas veces, los primeros y auténticos fascistas.