En nuestro país no existían ni casinos ni salones de juegos. Las únicas apuestas permitidas por mor de que hay que darle al pueblo alguna ilusión de mejorar eran la lotería y las quinielas (y el cupón de la ONCE, que no se me olvide). Y en todas ellas era el Estado quien cortaba el bacalao a través de Hacienda, recaudando dinero a espuertas con la ilusión (casi siempre incumplida) del españolito de a pie de salir de pobre.
Llegó la democracia y comenzó a cambiar la actitud hacia el juego. En vista de que las arcas públicas podían participar en las ganancias, el Estado abrió poco a poco la mano a diversas formas de juego, como los casinos o los bingos. Algunos de ellos se convirtieron en símbolos sociales, como es el caso de los primeros, cuyos clientes solían ser siempre personas de un cierto status, mientras que los segundos daban al común de los mortales la posibilidad de ganar unas perrillas y pasar una tarde entretenida con los amigos. Por no hablar de las populares máquinas tragaperras de los bares, que nunca dan premios demasiado altos pero que atraen buena parte del gasto en juego de los españoles.
El juego se fue normalizando en las décadas siguientes, aunque siempre con un control bastante exhaustivo por parte de las autoridades para que por ejemplo los menores de edad no pudiesen apostar sin control. Pero el tiempo corre que es una barbaridad y las tecnologías también. Y a ellas se han encomendado las nuevas modalidades de apuestas que están creciendo de forma incontrolada y que pueden tener efectos catastróficos en un lapso más bien breve.
Y es que en la actualidad la tecnología permite, por ejemplo, realizar apuestas desde el sofá de tu salón a través de internet. Y no sólo eso: puedes realizarlas y hasta cambiarlas mientras se está desarrollando el evento sobre el cual se apuesta, lo que hace dicha apuesta más atrayente para buena parte del público. Y lo que es peor: aunque la casa de apuestas (web de apuestas en este caso) te pide que te identifiques, no pueden realmente asegurarse de que quien realiza una apuesta es menor o mayor de edad, por lo que es bastante sencillo que un niño o adolescente apueste, siempre que tenga a mano una tarjeta de crédito de alguno de sus progenitores. Y después vienen las sorpresas en forma de facturas astronómicas y los llantos y crujir de dientes.
Pero no acaba aquí la cosa. En los últimos años proliferan las casas de apuestas físicas, ubicadas en locales bien situados y elegantemente decorados que recuerdan a los bares (también sirven bebidas y refrescos) pero cuya principal oferta al público es la apuesta; la tecnología permite que se pueda apostar en tiempo real sobre cualquier evento, especialmente los deportivos, que se esté llevando a cabo en cualquier lugar del mundo. En apenas dos años su número se ha más que duplicado en muchas regiones del país, lo que indica que en general el negocio funciona; de hecho yo aún no he visto cerrar ninguna. En estas casas está en teoría prohibida la entrada de menores de edad pero entrar, entran. Quizá no en todas, quizá no siempre, pero los propios menores lo admiten, así que debe ser cierto. Y esto supone un problema, porque el juego puede resultar muy adictivo, sobre todo en individuos cuya personalidad aún no está completamente formada, como es el caso de los adolescentes. Como dicen los expertos en la materia la facilidad con la que nuestros hijos pueden acceder al juego en general puede situarnos en poco tiempo ante una situación más que dramática que nos explotará en la cara por sorpresa, aunque no sin avisar. Cada día son más las personas que se ven atrapadas en la espiral de la adicción al juego, y dentro de ellas cada vez es mayor la proporción de jóvenes adictos que tienen que enfrentarse a su grave problema: estar enganchados al juego.
La adicción al juego es dramática, porque puede llevarte (y de hecho te lleva) a intentar conseguir como sea el dinero para mantener tu vicio. Y se trata de cantidades crecientes que el adicto o adicta saca de donde puede, a costa muchas veces de robar, prostituirse o arruinar a familia y amigos. Normalmente cuando el afectado toma conciencia de su problema y decide que debe salir de la espiral en la que ha caído el daño causado es ya más que grave, muchas veces sin solución. Por ello, al menos en mi opinión, es mejor no empezar, no tomar contacto con una actividad, la de las apuestas por internet o en casas de apuestas que no es que sea sinónimo de adicción y dependencia, pero sí puede resultar sumamente perjudicial para muchas personas incapaces de controlarse. Por ello se debería en primer lugar impedir que los menores accedan a estos sistemas de apuestas, castigando si es necesario a las empresas que permitan su acceso o no sean suficientemente severas en el control. Y en segundo lugar regular más estrechamente un sector que mueve mucho dinero pero también provoca muchos problemas.
Esperemos que los expertos se equivoquen y que ese negro futuro que pintan de multitudes de jóvenes adictos al juego no sea más que eso: una equivocación. Pero no sé por qué me parece a mí que no están muy desencaminados, viendo cómo las casas de apuestas proliferan como setas. Mejor sería que proliferaran las setas, más ricas y menos nocivas.