Mientras ella despachaba con todo el desparpajo que aún tiene, yo tenía que ocupar mi tiempo de algún modo. Como buena representante del club de Círculo de Lectores, además de alguna que otra muñeca con el pelo ya estropeado, siempre me acompañaba un libro. Por aquel entonces los fines de semanas me parecían eternos, del viernes al domingo había tiempo suficiente para darle un par de vueltas al mundo. Los deberes, por supuesto, ocupaban las últimas horas del domingo.
El curso de las agujas del reloj cada vez más deprisa. Escuchaba esta frase cada semana al menos a un par de clientas de mi abuela, no entendía muy bien de qué hablaban, ahora ya sí. Yo también me he suscrito a la versión más rápida de la vida, que alguien me explique cómo darme de baja. Entre tanto, intento desprenderme de la excusa ‘no tengo tiempo’ para hacer deporte y mucho menos para leer.
Hace un par de años descubrí la riqueza que esconden las bibliotecas. A pesar del silencio que les caracteriza, conseguí familiarizarme con su lenguaje. Comprendí los códigos de clasificación. Encontré marcapáginas preciosos que otros antes habían dejado. Empaticé con dedicatorias a corazón abierto. Viajaron conmigo y yo con ellos.
A mí también me gusta leer. Me embelesa adentrarme en otros mundos, en distintas historias en las que más allá de lo que marca la lectura, es mi mente la que se convierte en dueña de lo que quiere imaginar. Ése es el verdadero placer de la lectura a mi parecer, poder inventar a tu manera, desde donde quieras y cuando quieras. Nunca importa el lugar.
A menudo solía utilizar la lectura como un pasatiempo para poder salir de la rutina o desconectar antes de ir a la cama, y digo solía porque ahora leer ha dejado de ser un placer para convertirse en una obligación laboral. Jamás me consideré una devora libros, pero sí una persona curiosa que se empeñaba en echar algún que otro viaje a la estantería en la que mi hermana mayor guardaba todos esos tesoros, con el fin de saber qué escondían aquellas páginas que la hacían estar horas y horas bajo la luz de la mesilla. Les confieso que esas visitas no eran de su agrado.
Después de una docena de riñas, me quedó claro que el LECTOR se acaba convirtiendo en un guardián de lo que lee. No todos lo son, pero sí es cierto que la mayoría no son partidarios de que sus pequeñas obras literarias salgan del habitáculo asignado una vez leídos. Se convierten en trozos que forman parte de ti; algunos te enseñan, otros se quedan grabados en el recuerdo y otros pasan desapercibidos. Me atrevería a decir que dejan una huella similar a la de las personas.
Más allá de las estanterías de mi hermana, frutas varias y verduras, vayamos a lo importante: la lectura es una herramienta imprescindible para progresar. Ahora está al alcance de todos. Cieza se ha volcado en una iniciativa para fomentar la lectura, ha distribuido por distintos puntos de la ciudad casas de libros. El objetivo principal es dejar en esas casas los libros que más atesores para que otros aprendan con ellos. Compartir sentimientos. Ponernos en la piel de los demás. Crecer como comunidad.