Era agricultor en Cieza (Murcia), una tierra dejada de la mano de Dios y del César porque lo que ellos pedían era agua y Dios casi nunca se la llovía y el César casi nunca se la otorgaba. Cada sábado se encomendaba a un santo sí y a otro también para que lloviera o para que le tocara la lotería nacional y pudiera dejar la servidumbre desabrida y atroz de la tierra, y hasta le ponía una ramita de perejil a un San Pancracio para ver si así…Ni por esas. Jamás le tocó ni un céntimo. Pedía a todos los santos del cielo que lloviera y no caía una gota. Se lo pedía a un santo con nombre, y hasta con apellidos y renombre, y el resultado era, invariablemente, el mismo: el sol, la piedra, la sequía o la helada. Se encomendaba a todas las advocaciones marianas habidas y por haber con el mismo resultado infructuoso. Idéntico al que obtenía con cualesquiera de los nombres de Cristo. Ni el Padre, ni el Hijo, ni el Espíritu Santo le eran propicios. Un día se dijo que la cosa tenía que tener alguna explicación: ¿por qué el cielo, en el que él creía, no le escuchaba a él pues que nada de lo que suplicaba le era concedido? No era afortunado ni en la salud, bastante quebrantada, ni en el dinero, siempre escaso y penosamente trabajado, ni en el amor, ya que hasta la fecha no conocía mujer y sólo le constaba el amor de su anciana madre. Tanta desconsideración y olvido debían tener una explicación.
Tampoco es que Felipe tuviera muchas luces, pero un día se le encendió la bombilla ¡Claro! Como iban a hacerle caso santos y vírgenes que a él nunca lo habían conocido, distantes en el tiempo y en el espacio con distancias insalvables, siderales. Para aquellos a quienes él les rezaba, aquellos y aquellas a quienes dirigía sus súplicas y peticiones, él, Felipe Gómez Martínez, cincuentón moreno y recio, de facciones noblemente toscas, era un perfecto y absoluto desconocido, pero en el cielo, en el que como hemos dicho, creía firmemente, había millones de santos y santas, todos esos que la Iglesia conmemora genéricamente el 1 de Noviembre en el día de Todos los Santos. Y entre esos estaba su amigo Enrique, muerto en plena juventud, con apenas veinticinco años, de una dolencia cardiaca congénita y del que todo el mundo decía en vida y a él le constaba, que era “un alma de Dios”, un hombre bueno, que además sufrió la injusticia doble de morir, y de morir prematuramente, un auténtico mártir de la vida. Estaría su hermana Justa, muerta también sin conocer varón a los quince años; su padre, Mariano Gómez, agricultor como él, muerto de un infarto fulminante a pie de reseco caballón, que le dejó por toda herencia las cuatro tahúllas ingratas de las que apenas sacaban para malcomer él y su madre. Su chache Tomás, que murió a los 90 años, lector infatigable del “Quijote” a pesar de que sólo le enseñó a leer el maestro de la bicicleta; su chacha Ángeles, un ángel del cielo por su generosidad y su bondad; o la única medio novia que Felipe alcanzó a conocer, y no demasiado, porque tampoco hubo conocimiento o trato carnal entre ellos, Clarita, una prima lejana con la que Felipe paseó cuatro o cinco veces por el Paseo del pueblo y la orilla del río, antes de que la difteria la asfixiara para siempre y la hiciera santa también. Felipe Gómez, férvido creyente por tradición familiar e incuestionada costumbre, nunca había tenido suerte.
Por eso, creyente convencido como era, decidió cambiar de estrategia y rezarles a sus amigos, es decir, a las gentes a las que él había amado y que lo habían amado a él, a las personas a las que había conocido y que lo habían conocido a él en un pasado reciente. Fue una decisión que tomó el día 21 de Octubre de 2005, a diez días de una nueva celebración de Todos los Santos, cuando se supone que estarían en el cielo acicalándose para su celebración, para su día grande, todos los santos anónimos. Han pasado ya unos cuantos años, pero la vida cotidiana de Felipe Gómez no ha mejorado demasiado, aunque él no se ha resignado, no ha perdido la esperanza y está decidido a perseverar en la radical reorientación estratégica de sus devociones y plegarias, esas largas conversaciones en las que, tras fases de honda concentración y catatónico ensimismamiento, se enfrasca con su padre Mariano Gómez, mártir y santo, su hermana Justa, virgen y santa, su chacha Ángeles, su chache Tomás, su amigo Enrique o su inédita novia Clarita, frente a la cohorte inútil de santos con vitola y hornacina que sistemáticamente han ignorado siempre sus plegarias. Acabará funcionando, se dice a sí mismo, convencido, viendo en su imaginación el gesto benevolente y amable de sus seres queridos, traspuesto ya el umbral y convertidos en santos, modestos pero con cierto poder e influencia. El amor todo lo puede. Le cambiarán la vida. Seguro.
No sabemos en realidad cómo acabará yéndole finalmente esta empresa a Felipe Gómez, pero, si sigue sin darle buenos resultados, tras el desaire del César y la sordera divina, a Felipe Gómez no le quedará más remedio que -Dios no lo quiera ni María Santísima lo permita- encomendarse al Diablo.