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Jueves, 18 de Abril del 2024
Friday, 28 September 2018

El Viaje (Final) a Ninguna Parte. No…yo tampoco soy doctor en nada. Me quedé a las puertas…

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Bartolomé Marcos Bartolomé Marcos

CLR/Bartolomé Marcos.

Probablemente tuve el mejor, o el segundo o tercer mejor expediente académico de mi promoción en la licenciatura en Filosofía y Letras (sección de Filología Románica).

Cursada por mí a lo largo de cinco inolvidables, intensos, goliardescos (la cadena de tascas –el Candil, los Zagales, y otros- entre el campus de la Merced y la estación de ferrocarril del Carmen fueron testigos) y entretenidísimos años, de 1969 a 1974, dedicados a cursar esos estudios en la Universitas Studiorum (que de Investigatorum rien de rien) Murciana, como un universitario más bien apolítico del tardofranquismo y sus chistes malos con la “pre-momia” del chache Paco y su brazo articulado, cuyos coletazos aún sufríamos, como tema recurrente –el de los chistes de Franco y sobre Franco-, un tiempo con un regusto entre masoquista y doloroso, y, a estas alturas, sólo anecdótico. Sí, masocas que éramos, vamos. Como no me queda ningún abuelo o abuela, creo que puedo jactarme (hasta hartarme de jactarme) de haber sido un buen estudiante (además, tampoco tiene mucho mérito la cosa, porque yo sólo sabía hacer eso, estudiar). Por entonces estaba muy de moda la expresión “¿tú estudias, o trabajas?”, marcando bien la mediterránea y trasnochada diferenciación entre lo uno y lo otro (cabe recordar aquí que el primer ministro sueco es de profesión soldador, sin más doctorados en ninguna materia, pero a nuestros políticos mediterráneos parece que les hace falta lustre, relumbrón y fuegos de artificio al precio que sea, que eso son para ellos doctorados y másteres). Pues bien, yo, evidentemente, estudiaba y sólo me habían salido callos en las manos de jugar al futbolín en el solar de doña Adela, en los futbolines que vigilaba como encargado el cojo de siniestro y torvo “visage” y hechuras, Cayetano, y cuyas techumbres protectoras de uralita se llevó –junto con el monumental Pino Gómez de la calle General Ruiz, una huracanada ventolera que se suscitó de improviso precisamente un día cualquiera mientras jugábamos al futbolín. En 1974, cuando se me acabaron los cursos de la Universidad, sufrí una cierta crisis de identidad y orientación, no precisamente sexual (¿qué podía hacer?, ¿por qué camino optar?, ¿hacia dónde encaminar mis pasos en la vida?); y el desconcierto se apoderó de mí, hasta que llegó mi buen amigo Manuel Bernal Herrero, que ya era maestro, tras conseguir su plaza en virtud de sus buenas notas en la carrera –lo que entonces se conocía como “acceso directo”- que me puso ante la realidad de que había vida tras el provenzal, el rumano, el rético y el dalmático, el árabe o la Paleografía, la historia de la Literatura Española y sus relaciones con la Universal, el gótico flamígero y el manierismo, que fue –el del manierismo- un feliz descubrimiento tras la lectura de la “Historia Social de la Literatura y el Arte” de Arnold Hauser, uno de los pocos libros decisivos, junto a los de Emile Cioran, Lovecraft, Ambrose Bierce, Edgard Allan Poe, Henry James, Fernando Savater, Marguerite Yourcenar, y, desde luego, El (ingenuo) Quijote y (la boba, pero deliciosa) Madame Bovary, de mi biblioteca de lector empedernido e infatigable hasta los 27 años, porque después descubrí que casi todo lo que merecía la pena leer lo había leído ya. Se acababa la vida consagrada al placer de la lectura. Había que currar. Y a eso me dediqué durante los siguientes 37 años, sin más adornos pedantescos para la galería: ni doctorados ni másteres de ninguna clase, salvo el curro puro y duro a pie de aula.

 

Y eso que yo pude ser doctor…hice mis cursillos de doctorado y, pasados algunos años, incluso acabarían ofreciéndomelo en bandeja de plata: encuaderna quinientos folios de lo que sea (me dijeron) y te preparamos el tribunal ad hoc, y eso no en una Universidad privada de esas nuevas que tienen por principal objetivo (cual modernos y desaprensivos buleros) hacer negocio con títulos para colgar, de “chanchipiruli”, que son mercancía de toma y daca, sino en una universidad pública de provincias donde primaban, eso sí, como en casi todas, y esa es la verdad, la mediocridad intelectual, la ampulosidad verbal junto a la nadería investigadora, el culto y la adulación servil al catedrático jefe de departamento, y el ombliguismo, la incuria y la holgazanería rampante de la mayoría del personal. El problema no es de ahora. Hunde sus raíces en vicios alimentados durante siglos, casi desde la alta Edad Media, en el narcisismo y la endogamia de una noble institución ya más que pervertida y repodrida. Así que al cabo, no soy, no he sido doctor porque no quise, porque me negué a encuadernar quinientos folios, aunque fuera en blanco, o (lo que para el caso es lo mismo), llenos de inanidades, vaciedades y refritos que me permitieran obtener el título de doctor para, de cualquier modo, no ser capaz de curar a nadie, y perdonen la chorrada, que ya sé que estos doctores ni siquiera lo son en medicina, por suerte…

 

En descargo de los antiguos compañeros de Universidad que me hicieron tan generosa propuesta, he de decir que me la hicieron desde el ajustado conocimiento de mi persona, también en la faceta de estudiante con vergüenza que en modo alguno iba a prestarse a semejante paripé y que, en todo caso, de hacerlo, habría cumplimentado la tarea con el rigor intelectual y la honestidad que la empresa requería y que ellos me suponían. Pero, como yo no tenía tiempo para hacer las cosas como Dios manda, decliné el ofrecimiento, y así acabé jubilándome sin ser doctor. ¡Válgame Dios, qué pena más grande y qué lástima!¿Cómo se puede ser feliz sin alcanzar la cima del mundo?

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