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Martes, 16 de Abril del 2024
Saturday, 03 February 2018

El Viaje (Final) a Ninguna Parte. Esta tumba es una ruina…

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Bartolomé Marcos Bartolomé Marcos

CLR/Bartolomé Marcos.

El de la muerte es negocio seguro y boyante para las funerarias y desagradable y ruinoso para el común de los mortales porque siempre tiene garantizada la clientela, es decir, que siempre se morirá la gente.

El ser humano, por definición, es mortal (a ver qué remedio, hay que resignarse, y si no, lo mismo da) o sea que uno (y dos, y todos) acaba muriéndose sin remisión posible. El negocio de la muerte, tan antiguo como el ser humano (acuérdense de los egipcios y las pirámides), es negocio para la funeraria, negocio para los cementerios, casi siempre regentados por oficinas parroquiales más o menos siniestras de las que dependen nichos y panteones; negocio para las floristerías, negocio para los juzgados, negocio para la Hacienda Pública, negocio para abogados, herederos y notarios y negocio para las compañías de seguros que ofrecen pólizas para cubrir gastos de sepelio y enterramiento, que es, esto último, a lo que yo quiero referirme en este articulo para subrayar su radical y fundamental absurdidad.

 

Fíjense, si no, en mi propio caso. Nada más venidos a este agridulce valle de algunas risas y muchas más lágrimas, mi madre nos apuntó a mi y a mi hermanico en el Ocaso, en un instante juntando- clásico tema quevedesco- la cuna y la sepultura, pasando a pagar esta última -la sepultura (cuna no tuve, que yo recuerde) – mediante hipoteca de por vida, con un seguro para cubrir los gastos de defunción, sepelio y enterramiento, operación que hace cincuenta, sesenta o más años quizá tenía todavía algún sentido, porque las estadísticas de mortalidad infantil eran muy altas y el nivel familiar de ingresos bastante más miserable que el de ahora, aunque todo se andará, al ritmo menguante de salarios y pensiones que llevamos en los últimos y penúltimos penosos tiempos. Por entonces, era relativamente probable que una familia tuviera que enterrar a alguno de sus descendientes incluso en su primer año de vida, añadiendo agobios económicos al dolor de tan sensible e importante pérdida. Dejando aparte a mi hermano, que vive, como es lógico y natural, vida emancipada y propia desde hace muchos años, en lo que a mí concierne, son ya sesenta y seis (casi 67) los años en los que pateo el estricto mundo, la porción del globo terráqueo por la que habitualmente vago y deambulo, casi siempre en círculos, porque yo no sé cómo me las arreglo, pero no consigo llegar a ninguna parte, ¡Dios y qué nefanda condena! Aunque la cuota ha ido variando en estos sesenta y seis años y pico, generalmente subiendo, hasta alcanzar los casi 8 euros mensuales en la actualidad, pongamos que el equivalente a 6 euros haya sido la cuota final de media resultante para esos sesenta y seis años. O sea, al año 72 euros, que si multiplicamos nos daría que al cabo de 67 años, que son, como digo, los que casi cumplo, habremos pagado a la compañía de seguros de decesos la nada desdeñable cantidad de cuatro mil ochocientos veinticuatro euros (4.824). Si tenemos en cuenta que el coste medio de un entierro en España actualmente está en el entorno de los 3.500 euros, resulta evidente que nosotros ya vamos a pagar más de lo que habríamos pagado sin seguro. Mi mujer me dice que, a estas alturas, cada vez entiende más el malhumor con el que su suegra, mi madre, recibía cada mes la visita en casa del cobrador del OCASO que venía a cobrar el recibico mensual “de los muertos” (sic). Tal que si hubiera sido “la visita del rencor”. A mi madre no le gustaba que nada ni nadie le recordara el inevitable tránsito final (y menos pagando por ello) y cada vez que volvía a ver en la puerta a aquel buen hombre (que por cierto era un alma de Dios, un bendito que no tenía culpa de nada, y a quien la vida ya le dijo adiós hace mucho tiempo), se la llevaban los demonios, le ponía malas caras, balbuceaba llena de ira, en voz lo suficientemente alta como para que aquel hombre la oyera (era su desahogo), diciendo que el de aquel recibo era el dinero que con menos gusto pagaba, y que se tendría que haber borrado hacía mucho tiempo. Pero al final pagaba, como hacemos todos…o, mejor, todos los que tenemos una cierta edad y nuestros padres o madres nos metieron en tan estúpida rueda, en negocio tan equivocado y ruinoso. Porque ésa es otra: si mi madre hubiera hecho efectiva su amenaza de darse de baja, habría perdido todas las cantidades correspondientes a todos los recibos mensuales que había venido pagando en las décadas anteriores. Sin derecho a nada. La compañía de seguros de decesos habría hecho un negocio redondo. Cuánto mejor para mi madre habría sido ingresar la cuota en una cuenta bancaria. Le habría dado para pagar sobradamente entierro, certificaciones, misa, flores, caja, coche anunciador, tanatorio y hasta cremación e, incluso, invitación-piscolabis para los asistentes al entierro. Y, desde luego, le hubiera alcanzado o no para pagar los entierros de su familia, su dinero habría seguido siendo siempre suyo, y lo podría haber utilizado para pagarse su entierro o una juerga final de despedida. Lo que le diera la gana.

 

Sí que es cierto lo que arguyen las compañías de seguros funerarios para avalar la necesidad y/o utilidad de sus servicios, y es que, dada la universalidad del tránsito definitivo en los humanos, el seguro de decesos es probablemente el único de universal aplicación, es decir, que si usted contrata un seguro para el coche, puede ser –y ojalá sea así- que usted no tenga nunca necesidad de usarlo, pero si usted contrata un seguro de decesos, más segura que el propio seguro será la ocurrencia del deceso. Pero también es verdad que lo más probable es que haya pagado usted por él un precio descomunal. Deberían incluir una cláusula que fijara cuándo ha alcanzado usted el número de cuotas efectivamente pagadas como para considerar cubierto el importe de su entierro. Algo así como un plan de ahorro funerario o el pago en cómodas y asumibles cuotas del paquete completo de su último y definitivo viaje, sin retorno, a ninguna parte.

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