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Sabado, 20 de Abril del 2024
Saturday, 01 July 2017

El Viaje (final) a Ninguna Parte. El primer coche de nuestra vida…cumple años

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Bartolomé Marcos Bartolomé Marcos

CLR/Bartolomé Marcos.

Naturalmente… fue un 600…El Seat 600, que este 27 de Junio de 2017 ha cumplido 60 años, se nos ha hecho un viejito venerable, como nos, ¿verdad?

Resulta curioso constatar que algo tan español se fabricó también en Barcelona, para que vean: política del “chache Paco”, que primó la industrialización del País Vasco y Cataluña pienso yo que –un poco ingenuamente- por aquello de tener a esas naciones, nacionalidades, regiones, o lo que Pedro Sánchez quiera que sean o se llamen, que él sabrá lo que son (si es que lo sabe), un poco más conformes y menos beligerantes con su pertenencia a una patria común, que a estas alturas pareciera algo poco menos que ofensivo, ¿no te jode?… Inicié mi entusiasta, desbocada e imparable motorización en 1973, con la primera de las grandes crisis del petróleo (¡qué sentido de la oportunidad!¡qué clarividente visión comercial, por Dios!), crisis que duplicó de la noche a la mañana el precio de los carburantes en las estaciones de servicio. Decisión (la de comprar un coche) que pondría de manifiesto mi proverbial mala visión para los negocios (ahora ya la tengo mala –la vista-para casi todo), porque bien sabido es que no hay negocio más ruinoso que el de comprar un coche. Necesario, a veces, pero, ruinoso, siempre. Lo he podido comprobar con los siete coches que he comprado a lo largo de mi vida. Muchos coches, mucha ruina, pero ninguno como el seiscientos, como coche y como ruina. Ninguno como este pequeño huevo volador, a cuyo volante, a nuestros 23 añitos, nos sentíamos dueños del universo mundo bajando la cuesta de los Albares en dirección a Cieza a 120 kilómetros por hora hasta hacer enmudecer y pararse para siempre a la flecha del velocímetro con el que iba equipado el que desde luego siempre fue también mucho más que un coche. O bajando y subiendo el puerto de Blanca cuatro veces al día como sólo los blanqueños eran capaces de hacerlo, en el curso 73-74 en el que trabajé como esclavo, interino, por 7.000 pesetas al mes (gastaba 4.000 en gasolina) en un colegio con nombre de cantante, el colegio “Antonio Molina González”, del que guardo un extraordinario recuerdo, aunque más de una vez y más de dos hube de parar el seílla para que respirara en la cumbre del puerto con el depósito del agua borbolloneando a punto de explotar o a punto para cocinar en él un buen arroz y alubias con caracoles.

 

Acababa de terminar mis estudios en la Universidad de Murcia y fue un conocido de un conocido que trabajaba en la secretaría de la facultad de derecho quien me acabaría vendiendo, por 25.000 pesetas (150 euros al cambio), mi flamante “seiscientos”, “pelotilla”, “huevo”, “seíta” o “seílla”, que de todas esas formas fue popularmente conocido. Mi “seílla” era de color blanco sucio, como mis castigados huesos de ahora; tenía como D.N.I.- matrícula M (de Madrid) 493.850 y, con 8 años de trajinada vida, estaba bastante bregado y baqueteado en muchas de las múltiples situaciones del tráfico endemoniado que por entonces ya existía en la capital de España. Un segunda, tercera o cuarta mano cuyos numerosos y evidentes achaques no impidieron que fuera recibido por nosotros como el coche de nuestros sueños. Hasta a comprar tabaco en el estanco de Perico el de la Navarra, al otro lado del Paseo, a apenas 30 metros, iba siempre en el cochecito.

 

El seiscientos nos duraría tres años, de 1973 a 1976, llenos de vicisitudes, incidencias, una multa reiteradamente impagada por llevar las ruedas sin suficiente dibujo que al final acabaríamos pagando con el correspondiente recargo, un perro atropellado a la altura de los Pulpites para ver a la novia en la playa del Puerto de Mazarrón, que a punto estuvo de dejar el seiscientos (que resultó con daños mucho mayores que el perro), para el desguace… y visitas al taller cuando no había más remedio, es decir, cuando el seilla se negaba a andar como el asno de Buridán, que veces hubo. Mientras anduviera y tirara, aguantar sin peaje de taller, hasta el punto de dejarlo aparcado en pendiente en la calle Segisa, frente a nuestro domicilio, para aprovechar la fuerza inercial de la cuesta y facilitar así el arranque matinal en las frías mañanas del invierno. O sea que nosotros inventamos eso que después se ha puesto tan de moda en Cieza de las carreras de coches locos. Casi siempre funcionaba si además de meter una marcha y desembragar (sí, como lo oyen, “desembragar”, que el nombrecito no dejaba de tener su misterio…), se echaba mano del tirador del aire para que la mezcla fuera más pura. Nuestro seiscientos, probablemente como el de casi todos los españoles, tuvo su épica, su lírica, su dramática, y hasta su heroica, porque, ¿qué otra cosa puede decirse del atrevimiento de embarcarse de viaje de novios en semejante lanzadera? Pues sí…allá que surcamos carreteras andaluzas con toda la ilusión del mundo, recalando con magníficas maletas regaladas por amigos y familiares en hoteles de cuatro estrellas de Roquetas de Mar, Granada, Málaga y Almería, por carreteras que aún no eran lo que han llegado a ser actualmente. Aún recuerdo con estremecimiento y verdadero canguelo la travesía entre Almería y Málaga, por la costa, de noche, adivinando precipicios sobre el Mediterráneo. Espeluznante. La cosa salió bien porque salió, pero pudo salir muy mal. Y salió porque el seílla cumplió. Hay que decir que preparamos especialmente el seiscientos para el que sería sin duda su más alto compromiso, el viaje de su/nuestra vida: Juanito, nuestro chapista de cabecera de la Avenida de Italia, entre partida y partida, le dio un repaso de pintura y le cambió los bajos, que un día que llovió descubrimos que más que de metal parecían hechos de bizcocho borracho de la confitería de la María de la calle San Sebastián. El agua entraba a raudales y los dedos se hundían en el metal podrido como en blando pastizal. Nicolás Izquierdo, mecánico de la familia, le dio un repaso al sencillo motor de 600 centímetros cúbicos con el que iba equipado el animalico y hay que decir que el muchachico se portó: ni un fallo en todo el viaje, aunque no hace falta que les cuente la cara de extrañeza en las recepciones de los hoteles cuando nos veían bajar de un coche como aquel con maletas tan elegantes como aquellas. En fin, hubo más experiencias y desventuras con nuestro ahora sesentón seílla, barcelonés y español sin complejos, que más que un coche era una peripecia y una incertidumbre permanente, y en el que todos los viajes eran a ninguna parte, porque a pocas partes podía irse en un coche (es un decir…) como aquél.

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