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Lunes, 09 de Diciembre del 2024
Saturday, 29 January 2022

El Viaje (más final aún) a Ninguna Parte. La princesa buena y los siniestros “paparazzi”

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Bartolomé Marcos Bartolomé Marcos

Bartolomé Marcos

Miembro destacado de una clase social de parásitos chupópteros, e inútiles, engreídos y aborrecibles zánganos, nunca me cayó especialmente bien Lady Diana Spencer, Lady Di.

Mucho peor aún su pretendiente, primero, prometido oficial después, marido y finalmente, viudo, el príncipe Carlos de Inglaterra, que, cerca de la edad de jubilación, sigue siendo príncipe y a quien nadie sabe si alguna vez la longeva reina madre (la suya), le permitirá ser rey.

 

Pues bien, allá por el verano de 1997, hace casi un cuarto de siglo, habiendo sobrevivido en el ínterin a muchas pequeñas y graves incidencias que hacen casi milagroso que sigamos (más o menos) aquí, moría en un terrible accidente de tráfico en París, Lady Di, y me ha parecido oportuno recordar el acontecimiento con la reedición del artículo que en su día dediqué a tan trágico y luctuoso suceso, que conmocionó al mundo entero, artículo cuyo fondo se apartaba, deliberadamente, de los torrentes desatados de literatura necrófila encomiástica que brotaron en todo el mundo con tal motivo. Qué buena que era, qué guapa y hasta qué santa… Y eso que, por entonces, las redes antisociales (como gusta de decir mi amigo José Antonio Marín Ayala) apenas si tenían presencia o relevancia alguna.

 

El título del artículo era el mismo con el que hoy lo vuelvo a encabezar, y el texto decía así:

 

Pues miren ustedes, no lamento más la muerte de Lady Diana Spencer, Lady Di, que la de cada uno de los 901 muertos que hubo en las carreteras españolas durante el mes de agosto, y que probablemente tuvieron ocasión de sufrir tanto en sus vidas como dicen que sufrió la princesa de Gales y seguro que muchas menos oportunidades para disfrutar. Diana de Gales lo tuvo todo en la vida, incluida una cuenta corriente suculentamente bien provista por la Corona Británica tras su divorcio. Se casó con el heredero de la dinastía más añeja de Occidente, tuvo dos hijos, le pusieron los cuernos y respondió poniéndoselos a su marido y proclamándolo públicamente en una entrevista en televisión que ella misma solicitó. Como no era persona de mal corazón, se comprometió- aunque sin ensuciarse demasiado las manos ni renunciar ni una pizca a su privilegiado estatus- con una serie de causas benéficas (típico y tópico adorno edificante de señora bien) cuyos objetivos favoreció porque la necedad colectiva parece seguir precisando de este tipo de apoyos para llegar a entender la necesidad de erradicar armas tan crueles e indiscriminadas como las minas antipersonales. Vivió varios amores apasionados que le duraron poco, y, en el último mes de su vida, pareció encontrar la estabilidad emocional con un novio rico (también lo habría podido buscar entre los pobres con los que tan comprometida estaba…) con el que viajó en particulares cruceros de lujo y placer. La que fue la última noche de su vida acababa de cenar (supongo que no precisamente arroz y alubias o patatas fritas y un huevo) en uno de los hoteles más lujosos del mundo, el Ritz de París, propiedad de la familia de su novio. Después, en un impresionante Mercedes 600, conducido por un chófer borracho, la muerte (que parecían ir a buscar dada la velocidad del vehículo y que esa sí que no respeta clases, condición o edades) la esperaba en el pilón de un túnel con nombre significativo, “El Alma”. A cualquier mujer corriente que hubiera vivido como Diana de Gales, la sociedad le habría adjudicado calificativos muy distintos a los que se han aplicado a la princesa, que supo administrar muy bien en provecho propio, sus desavenencias primero, y su ruptura matrimonial después. Por lo demás, la muerte de Diana de Gales, lamentable, como todas, no ha sido sino una más de las producidas en la carretera y de las producidas por conducir bajo los efectos del alcohol. Resulta estúpido (incluso al margen de que el conductor hubiera bebido o no) pretender achacar la culpabilidad del accidente a los paparazzi que la perseguían, y a cuya labor debía en buena parte su notoriedad, tantas veces buscada. La frase más atinada que he escuchado estos días sobre Diana de Gales la pronunció en un debate de televisión Jaime Peñafiel, que dijo que Diana se había pasado la vida “huyendo para ser perseguida”.

 

Miren ustedes, famosos hay muchos, y en las revistas del corazón y en los programitas rosa sólo salen los famosos que quieren salir, aunque -para su ilegítimo enfado- a veces salen también cuando no quieren. Sólo la idiotez universal permite adjudicarle a Lady Di el calificativo de Santa que algunos han empezado a atribuirle, y sólo una idiotez específica, irrepetible y casi genial, permite pensar en una conjura de los servicios secretos británicos para asesinarla, como declaraba el líder libio Gadafi. Ni princesa del pueblo (puñetera la falta que le hacen al pueblo las princesas), ni santa, ni tampoco-por supuesto- diablo. Un ser humano que supo buscarse la vida mejor que usted o que yo, aprovechando lo tontos que somos la mayoría (sobre todo los que consumen productos con estos personajes como protagonistas, y que coinciden sociológicamente con los que ahora llaman asesinos a los paparazzi cuando son los que indirectamente pagan su salario). Un ser humano que, por desgracia, encontró la muerte, -como tantos en el pasado mes de agosto- en un grave y estúpido (aquí todo lo parece) fallo humano: conducir a 196 kilómetros por hora en estado de embriaguez. Ahora, la morbosa necrofilia de este mundo tonto en el que vivimos la ha elevado a los altares -Santa Diana de Gales, dicen- pero, ¿dónde están sus obras?, ¿dónde sus milagros?, mientras las revistas del corazón han seguido incrementando sus tiradas, al tiempo que los gazmoños e hipócritas lectores – enajenados de sí mismos- siguen viviendo en ellas la falsa vida -o la muerte- de otros. Con Diana de Gales el mundo ha perdido a un ser humano. La princesa nos importa un pito, porque, pensándolo bien, ¿para qué quiere usted una princesa con lo caras que son?

 

Hoy, pasados veinticinco años, sigo pensando lo mismo.

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