Cieza es una ciudad bulliciosa. Al menos solía serlo.Tan bulliciosa que a veces lo era demasiado. Y sin embargo, hasta el ruido y la bulla se echan de menos.

Por la noche no. Por la noche, en especial los fines de semana, el ruido atronador de motores a todo trapo, de coches chunga-chunga y de jovenzuelos y jovenzuelas chillon@s fastidiaba lo suyo. Ahora no se oye una mosca. Y aunque he dicho que no, a veces hasta eso se echa de menos.

Hay muchas tiendas cerradas. Con carteles rojos y negros, o naranjas y negros, en los que pone se traspasa, se alquila o se vende. Tiendas cuyos propietarios han visto sus sueños, su sustento, volar al pairo de la pandemia. Tiendas, algunas, de las de siempre, de las de toda la vida, que ya no abrirán más sus puertas. Al menos de manos de sus antiguos propietarios. Lo mismo ocurre con bares y restaurantes. Algunos, más viejos incluso que yo, nunca más recibirán a parroquianos y visitantes. Sus barras, sus mesas, sus terrazas, tan solo acogerán a los fantasmas de sus antiguos clientes, que buscarán en vano donde sentarse y algo que tomar en los locales cerrados.

Otros negocios, otros locales, ven el futuro tan oscuro que casi ni parece futuro. Porque en la palabra futuro va implícita, casi siempre, la esperanza de un mañana mejor. Y estoy seguro de que el esfuerzo que deberán realizar sus propietarios y propietarias para recuperar una apariencia de normalidad, y eso cuando sea seguro reabrir las puertas, será sin duda titánico. Muchos meses, demasiados, cerrados. Muchos hábitos de los clientes cambiados. Demasiados meses sin ingresar nada, o tampoco que ni para cubrir gastos daba. Así las cosas, muchos pequeños empresarios, en especial del pequeño comercio y de la hostelería, se preguntan si merece la pena el esfuerzo para volver a primera línea. Y eso cuando sea posible.

Y nuestras calles pagan con tristeza la pandemia. Porque las calles son gente, sí, pero también actividad, tiendas, bares, movimiento, terrazas. Y si ni tiendas ni bares abren es como si las venas por las que corre la sangre de la ciudad estuviesen cerradas, obstruidas. No solo la economía lo sufre; también lo padecemos quienes aquí vivimos, saliendo menos porque hay menos sitios a los que ir; porque apetece menos callejear si no hay escaparates que ver o dónde tomar un café; porque, al fin y al cabo, la tristeza de las calles se nos contagia y la hacemos nuestra, nos hacemos tristes.

Mucha gente dice: quiero recuperar mi vida. Esa que era para la mayoría una vida real, no virtual como la de ahora. La que incluía tomar una caña o un café con los amigos, ir a comer y cenar con la familia, tomarse un helado en una terraza, entrar en una tienda y curiosear hasta encontrar, o no, la prenda que nos sienta bien y nos gusta. Esa vida en la que las caras eran rostros reconocibles, y no solo un par de ojos que flotan sobre una máscara y que nos obligan, las más de las veces, a imaginar cómo será esa persona tras la tela que la emboza. Una vida en la que la calle era un lugar rebosante de vida, un lugar de disfrute, un lugar de alegría.

¿Recuperaremos la calle? La recuperaremos el día que la normalidad barra a la tristeza. El día en el que el comercio y la hostelería estén de nuevo abiertos, sin restricciones. En el momento que la pandemia esté controlada de forma real, no el espejismo que hemos vivido hace poco tiempo, entonces la calle volverá a ser nuestra, al igual que nuestras vidas. Y hay que decirlo claro: puede ser mañana o dentro de cinco años. La diferencia estará en nosotros, ya que solo de nosotros dependerá la rapidez con la que salgamos de esta. Cumplamos con nuestra parte y volveremos pronto a las calles, las llenaremos de vida de nuevo. No lo hagamos y tardaremos mucho, la tristeza seguirá siendo ama y señora en ellas. Aunque lo logremos, pero lo haremos tarde. Tal vez demasiado.