Hace unos días nos despertábamos con la noticia de la muerte de David Bowie. Un icono de la música y de la vida para mi generación. Quedan sus discos, sus películas, sí, pero él ya no está.

Y como él, otros y otras. Recuerdo, cuando yo era pequeño y no tan pequeño, incluso siendo ya adolescente, a todo un elenco de actores y actrices, de cantantes, de deportistas, de escritores, de presentadores de televisión, de científicos incluso que constituían las estrellas del firmamento que, para los ojos de un niño o un joven, ávidos siempre de saber, formaban parte del gran atrezzo de la vida.

No es que los consideráramos inmortales. Estaban ahí, siempre habían estado ahí, y nunca llegabas a imaginar que algún día, como es ley de vida, desaparecerían de la tuya.

Y he aquí que, llegados a cierta edad, vemos cómo comienza el firmamento a vaciarse de estrellas. Y resulta muy desconcertante. Aunque la vida siempre fluye, siempre cambia, buscamos también siempre puntos de referencia a los que anclarnos, intentando encontrar algo de estabilidad. Que si un cantante, que si una actriz, que si un deportista, que si un libro o una película. Durante años esos faros nos dan luz. Luego, a veces, los olvidamos. O se van. O lo que es peor, las dos cosas. Y se siente de golpe el paso del tiempo sobre ti, te das cuenta de que ya no verás nuevos discos de aquella cantante que tanto te gustaba, ni podrás leer más libros de aquel escritor tan interesante, y que si quieres volver a ver a tu actriz favorita tendrá que ser en una de sus viejas películas, porque nunca más habrá una nueva película suya.

Y te preguntas: ¿este mundo es el mío? Cada generación, me imagino, pasa por un momento así. Lo que constituía la base de tu experiencia, de tu mundo, incluso de tu vida, desaparece poco a poco. Otras estrellas vienen a iluminar tu firmamento, y puede que incluso sustituyan plenamente a aquéllas que se perdieron. Solo que tú ya no eres tan joven, y tus héroes ya no serán tus mayores, sino que tú serás el suyo.

Es una sensación extraña, la de darte cuenta de que el tiempo pasa. ¡Estoy igual que hace 20 años!, piensas. Pero no. Ni tú eres la misma o el mismo, ni el mundo tampoco. Unos quedan, otros se van, y como decía aquel filósofo griego, el río de la vida nunca es el mismo, nunca se repite. Pasan los años, incluso para nosotros, que, en nuestro fuero interno y aún a sabiendas de que es mentira, nos creemos eternos e inmortales.

Se van quienes lo fueron todo y marcaron nuestras vidas. Se van nuestras heroínas y nuestros héroes, y otros llegan a ocupar sus lugares, o al menos a intentarlo. Y entre tanto, nosotros maduramos, empezamos a envejecer, y nos sorprendemos pensando que “cuando yo era joven, las cosas eran de otra manera”. Diga usted que sí, eran de otra manera. Pero ni mejor ni peor; de otra. Y ahora son como son, y como vivimos en el ahora, en el presente pues hay que adaptarse a ellas, e incluso intentar cambiarlas, si me apuras. Porque como la vida sigue, y nosotros estamos vivos, pues mire usted: hay que vivir. Y si honramos en nuestra memoria a quienes nos precedieron, a quienes fueron nuestros héroes, una parte de ellos seguirá viva, al menos en nosotros. Y siempre nos quedarán sus obras, aquello por lo que les conocimos, lo que nos gustó, lo que nos encandiló de ellos.

Quizá, con un poco de suerte, cuando ya no estemos nuestros hechos sean recordados por quienes nos conocieron, y nuestra ausencia sea un poco menos ausencia, el hueco que dejamos algo menos vacío. Quizá vivamos un poco en la memoria de quienes nos sucedan.

Ojalá.