Es una fiesta que se basa en un espectáculo recurrente y repetido que sin embargo sigue concitando el interés del pueblo como ningún otro a lo largo del año, y eso podrá resultarles extraño a algunos, pero es también indiscutible. Y es que las procesiones que nos llegan con este tiempo de la primavera forman parte indisociable del horizonte experiencial y vital de las gentes de este pueblo, de su paisaje emocional, de su memoria colectiva. La Semana Santa está arraigada en sus entrañas. Nos guste o no nos guste, pero es así y antropólogos y otros estudiosos podrían ahondar en el tema hasta destriparlo y sacar conclusiones para todos los gustos y para todos los disgustos, pero el hecho está ahí.
La Atalaya sería el decorado, el escenario físico ajeno al tiempo, garantizando esa unidad de lugar sobre la que discurren diacrónicamente, girando como en un tiovivo que da vueltas sin cesar, las fiestas de Navidad, el Carnaval, la Semana Santa, la Feria de Agosto (con su viernes santo pagano de verano del Lanzamiento de Huesos de Oliva), que van constituyendo los episodios destacados, pero reiterados siempre, en el hilo argumental de nuestras vidas, unas vidas que siempre acaban por recalar, aun sin pararse, en otra Navidad, otro Carnaval, otra Semana Santa, otra Feria de Agosto u otra fiesta del escupitajo. El decorado de fondo, siempre el mismo; los episodios, repetidos. Así es la vida, reiteración y rutina, y, cuando se vive de otro modo, o cuando se sueña con lo distinto y la aventura (que siempre implica atrevimiento y riesgo) se acaba añorando el regreso a la aburrida pero relativamente segura y confortable placidez de lo previsto (lean si no a Don Pío Baroja y contrasten su vida y su literatura) La Semana Santa y los desfiles procesionales (que son su accidente y a la vez su esencia porque el desfile está entrañado en el corazón humano) son noticia estos días en todos los medios, y es curioso y paradójico y extraño porque son lo esperado, y sabido es que cuanto más esperado y previsible es algo, menos valor noticioso tiene.
Si este año no hubiera Semana Santa, o si nos robaran el paisaje de todos nuestros amaneceres y amaneciera el día sin Castillo ni Atalaya, la cosa tendría más trascendencia informativa, ¿verdad? ¿Por qué entonces esa sobrevaloración como acontecimiento de lo que es sustancialmente idéntico a sí mismo año tras año? Quizá la explicación esté en que el año tiene 52 semanas y en que 51 no son santas y sólo una lo es. Y eso de una Semana Santa en el contexto de tantas semanas diabólicas quizá sí que sea una auténtica noticia.