Cruzamos la Gran Vía hacia las ocho y cuarto de la mañana por un semáforo que solemos encontrarnos habitualmente en rojo, a la altura del Bar Lagarto, ejemplo de perseverancia, pues ya existía cuando hace más de cincuenta años yo volvía en tren, por vacaciones de Navidad o de verano, de los internados de Ávila, León o Salamanca en los que la adversa fortuna tuvo a bien aherrojarme de los 8 a los 16 años. Por entonces nos recibía una frase pintada en caracteres de gran tamaño en la parte trasera del mismo edificio de pisos del Bar Lagarto, que decía “la muy noble y muy leal ciudad de Cieza”, y allí supe yo por vez primera que mi pueblo tenía la categoría y el nivel de ciudad. La disposición del rótulo, orientado al visitante que llegaba a Cieza en tren, reflejaba claramente que la apuesta por la carretera aún no se había consumado y que la ciudad no le había dado la espalda al ferrocarril.
Que “el hombre es la medida de todas las cosas” es una afirmación del sofista griego Protágoras, que hice mía en cuanto la descubrí en una remotísima clase de Filosofia del PREU, el complicado y difícil curso Preuniversitario, en el Instituto Alfonso X el Sabio de Murcia, con el alicantino don Juan Díaz Terol, don Jódete, como le decíamos por lo cabroncete, como profesor bastante cruel, despiadado, virulento y, más que nada, borde y frescales, que nos planteaba exámenes sorpresa de una hora para cumplimentar en 20 minutos que son los que impartía de clase real, llegando tarde a posta. Ahora que lo pienso, ¡qué cara tenía aquel tío, al que sin embargo recuerdo sin acritud, resquemor o amargura!. Pensaba Protágoras que el ser humano es la norma de lo que es verdad para sí mismo, lo que también implicaría que la verdad es relativa a cada quien. Otros sofistas como Gorgias llegaban a conclusiones escépticas acerca del ser y del conocimiento, sosteniendo que, primero, nada existe; segundo, si alguna cosa existe no podemos conocerla, y tercero, aun si pudiéramos conocerla no podríamos darla a conocer a los demás. Protágoras defendió un relativismo del conocimiento y de los valores, esto es, negó que existieran valores y verdades universales para todos los hombres. No hay verdades objetivas, absolutas y universales, sino que las cosas son tal y como son percibidas por cada uno de nosotros. He de reconocer que éstos, los sofistas, fueron para mí un feliz y al tiempo desengañado, descubrimiento, y que ellos, los sofistas, sí, contribuyeron sobremanera a hacerme como soy.
Paso ahora por la puerta del primer Mercadona que se instaló en Cieza, allí donde antes hubo una báscula de pesaje de camiones, y después el taller de reparación de automóviles de Plácido y Medina, que aprendieron en la SEAT de Belló. Recuerdo también que hubo otra báscula enfrente, actualmente zona residencial, donde funcionó durante muchos años un punto de suministro de carburante regentado por la familia Benedicto, los de la Venta del Olivo. Por cierto que en días pasados, exactamente el 11 de Diciembre, día de mi 44 aniversario de boda, que ya es tiempo, entré en ese mismo Mercadona a comprar una tarta de la abuela (la hacen riquísima) y después no sabía por dónde salir de la tienda. Una joven cajera se compadeció de mí y me dijo servicialmente: “buen hombre, buen hombre, que por ahí no es…”. Me otorgó así, inconscientemente, el impagable y adulador beneficio de presuponer en mí la bondad, y eso que no pudo verme la cara porque llevaba puesta la preceptiva mascarilla. Buen hombre, me dijo, por ahí no es… Salí de allí como un pato mareado, pero me fui reconfortado. Me acordé de una frase de José Luis Garci, el conocido director de cine español, que decía aquello de que “la única ideología que merece la pena es la bondad”...
Al poco, llegamos a lo que está muy próximo a ser un paisaje para la desolación, con una calle integrada por un solo edificio de pisos, la calle del párroco Germán Arias, también la bondad personificada (probablemente será santo aunque aún no lo han canonizado ni lo harán santo nunca), que fue párroco de la Ermita. Germán Arias fue persona de evangélica pobreza y ejemplar generosidad y desprendimiento. Voluntarioso Profesor de Religión en el IES “Diego Tortosa” cuando aún era Instituto de Bachillerato Mixto de Cieza, pero le faltaban las dosis de energía y mala leche precisas para la enseñanza y la lidia constante con la gente joven.
Siguiendo cuesta arriba, hacia la estación, a mano derecha, un gran espacio vacío, zona de expansión urbanística de Cieza que en dos o tres décadas se extenderá hasta el cementerio, límite de todo. Muy diseminadas, pueden contarse hasta catorce oliveras centenarias venidas a menos y, al fondo, el inicio de la gran Avenida Juan XXIII. A la derecha, los edificios construidos en la zona de la antigua fábrica de Manufacturas del Esparto, incluido uno rematado con una bóveda, remedo sin pretensiones de la cúpula de la Basílica de San Pedro del Vaticano.
Cuesta subir la “cuesta” y la pendiente se clava en nuestras doloridas lumbares que llevan dándome la lata unos cuantos meses, pero casi se agradece porque hace frío y el esfuerzo nos permite entrar en calor. Llegamos a la altura de un portal que me resulta familiar. Sí, es el del edificio donde vivió mientras estuvo en Cieza otro cura, también párroco de la Ermita del Santo Cristo, José Antonio Zamora Zaragoza, compañero también como profesor, un cura, murciano, con un corazón noble y generoso que no cabía en las dos provincias de su nombre y con un cerebro privilegiado, por entonces muy joven, que acabaría colgando la sotana, casándose y formando una familia, como algún que otro José Antonio más. Le perdí la pista, aunque sé que está vivo y currando nada más y nada menos que para el CSIC, Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Era muy listo, la verdad.
Y ya, Cieza-termini, la estación del ferrocarril, desierta a esta hora aún tempranera de la mañana, donde, inopinadamente, nos asusta una voz que el vacío contexto hace parecer fantasmal, reclamando mantener la distancia de seguridad en vías y andenes por los que no anda nadie. Al tren ALVIA aún le queda una hora para hacer su parada en la estación de Cieza, donde mi nieta Alba siempre pensará que el tren para porque un día, subido en un pilón de cemento, arenilla, conglomerado y pudinga, a instancias de un noble caballero sin espada llamado José Luis Vergara, su abuelo, o sea yo, pidió que lo hiciera (para y óyeme, oh tren, yo te lo pido…) aunque el día que lo pidió, en lugar de parar, el tren aceleró su marcha, pasando, como de una mierda, de mí y de las casi 300 personas que se habían congregado en la estación esperando ver el prodigio de que la mole del tren refrenara su marcha y parara. Puedo dar fe de que el tren para todos los días puntualmente a las 9.51. Voy a verlo muchos días. No me canso.