Ahí voy yo suavemente accediendo y allí quiero instalarme, cobijarme y hasta arrullarme a mí mismo, si hace falta incluso cantándome una nana nanita nana, en esta suave pendiente cuesta abajo de la vida por la que vengo transitando los últimos años. Son ya 69 y hay que imprimir calma, paz y sosiego (que viene de ¡Sooooo burra, no corras que me tiras!) a este carro trastabilleante de nuestro cuerpo, adolorido y quejumbroso, al que con dificultad arrastramos y que a nosotros aún, algo renqueante, pero nos lleva. Aún...
Homero dice muy bien que la evolución empieza realmente cuando el hombre emite por la boca aire semántico, es decir, aire con significado. Eso, la facultad del lenguaje, es lo que nos constituye, nos identifica y singulariza plenamente como humanos. Claro que no pocas veces el lenguaje de algunos parece más bien ladrido. Lingüísticamente hablando, los españoles somos herederos del gallego-portugués, el astur-leonés, el navarro-aragonés, el catalán, y hasta del vasco. Y es que todas esas lenguas, las que ha habido y las que hay, han forjado el ser de España, son España.
Ver la televisión (compruebo que sigue siendo así en las pocas ocasiones en las que me siento ante la tontísima caja a ver cualquier programa de actualidad) implica casi siempre desquiciarse por el espectáculo que allí se nos ofrece. Y eso no es bueno para mi salud a estas alturas de mi vida. Más aún si se trata de algún debate parlamentario. Deprimente. La verdad es que esto antes no pasaba. Se cuenta que en una sesión de las Cortes, tras una intervención de Lerroux, don Manuel Azaña pidió la palabra, se levantó y dijo:«permítame Su Señoría que me sonroje en su lugar». Y se sentó. No dijo más. Admirable. Bravo por don Manuel. Sonrojo y hasta vergüenza ajena es lo que produce el espectáculo habitual del actual Congreso de los Diputados. Vergüenza por lo que se dice y por cómo se dice. Un debate parlamentario amargo, barriobajero, carente de formas, que ofrece una imagen muy negativa de la clase política, que, por otro lado, es muy necesaria, no seré yo -zoon politikon al cabo- quien lo discuta. Claro que, según el juez de Menores Emilio Calatayud, "tenemos a los políticos más tontos y maleducados de la historia”.
En fin, bueno será darle a esta reflexión copernicano giro, o media vuelta, ¡¡¡ ar !!!, en línea con el comentario que me hace llegar mi antiguo compañero de internados de huérfanos de ferroviarios de Ávila y de León, el malagueño Antonio Linares Ramos, que hace una referencia a un artículo periodístico de opinión que me manda fotocopiado, sobre la figura de Santa Teresa de Jesús, cuya casa conventual primera, por cierto, el convento de la Encarnación, era vecina del magnífico edificio del colegio de Ávila, construido todo él en berroqueña piedra granítica de la cercana serranía de Gredos, un artículo muy deliberadamente alejado del panegírico y la hagiografía, en el que los éxtasis místicos de la santa se explicaban como manifestaciones de la enfermedad epiléptica que la pobre parece ser que padecía. Me preguntaba Antonio Linares si concordaba la tesis del artículo con mis recuerdos del colegio y el amor y el loor de la santa en una institución que era confesional, de monjas, aunque no carmelitas como la santa abulense, sino de un equipo diferente, las hermanitas de la Caridad de San Vicente de Paul y Santa Luisa de Marillach. No, no se parecían en nada, Antonio -le respondí yo- añadiéndole que era normal la diferencia porque a los santos y santas que viven en su inmortal hornacina por acumulación de méritos y milagros atribuidos, se les arropa con una literatura encomiástica realzadora de sus andanzas en la vida, y vaya usted a deslindar después la desnuda verdad de los hechos acaecidos del oropel laudatorio interesada o piadosamente imaginado. También por diferencia, además, de contexto espacio-temporal. Por cierto que recuerdo ahora mismo con viveza los tremendos tortazos (usando como herramienta -lo que le confería un plus de morbosidad- nuestras propias manos prisioneras de las suyas para ejecutar el castigo) de la siniestra Sor María, jefa de Estudios, contrastando con la cierta dulzura de monjicas como Sor Milagrosa, cuyas gafas negras y grandes de concha recuerdo muy bien (no sé por qué me acuerdo ahora de eso) o la estilizada y grácil Sor María Teresa, que llevaba de cabeza a buena parte del alumnado (ya ves tú, chiquillos de 8 a 11 años). Me decía Antonio hace sólo unos pocos días que recordaba – sin esfuerzo- los rostros de al menos siete monjas, aparte Sor María, la Jefa de Estudios, formidable basilisco, y de la directora Sor Juana, ovejita gurrumina y pedestálica. Respecto a Sor María Teresa, de la 7a, me dice Antonio que- de haber podido- le hubiera puesto los cuernos a Dios y termina reconociendo paladinamente que, “después de dejar el CHF (Colegio de Huérfanos de Ferroviarios), en un tren nocturno, me declaré a una monja”, que le recomendó -dice él- “ejercicios espirituales”, recomendación que -conociéndolo- imagino que se abstendría de seguir.