(no sé si me entienden, creo que no, aunque tampoco importa demasiado) entre series de tv cuyos capítulos devoro uno tras otro en mi monitor panorámico de 25 pulgadas, películas de todas las épocas y otras de actualidad como las nominadas a los Oscars de Hollywood 2020, de las que he visto ya tres o cuatro realmente muy buenas (“Historia de un matrimonio”, con una maravillosa Scarlett Johanson, la sorprendente, exótica y multigalardonada película coreana “Parásitos”, que al final acabó gustándome al margen de su final, la estomagante y pretenciosa “Dolor y gloria” de Almodóvar, que no me gustó nada, salvo el Banderas que está bastante ponderado y bien, y alguna que otra que, sin ser candidata al óscar este año, yo se los daría todos, y me refiero a la deliciosa “Día de lluvia en Nueva York” de Woody Allen, cineasta del que ni que decir tiene que me declaro incondicional, me rindo ante su genial talento; dilapido también generosamente mi menguante tiempo con la lectura de prensa digital en la pantalla del ordenador, o la de guasaps en mi teléfono móvil, donde participo en tres o cuatro chats que - sin ironía - no tienen desperdicio, y resultan de vez en cuando hasta apasionantes, de verdad, o al menos me dan noticia de la vida exterior sin excesiva contaminación humana y me insuflan, también, algo de aliento en este mundo desalmado o con blandengue alma de chorlito. Por lo demás, el cine (en lo que se refiere a asistencia a las salas de exhibición) hace tiempo que se convirtió para mí en un memorable y querido cadáver exquisito, envuelto en la nostalgia de otro tiempo y de otras costumbres, como ya ocurriera antes con el teatro; la televisión ha desaparecido también de mi horizonte vital cotidiano y en la práctica es como si también hubiera muerto, salvo para sufrir ocasionalmente viendo la retransmisión de algún que otro partido de fútbol del equipo de mis amores, ya saben, siempre el Real Madrid, que sigo llevando en mi curaçao, allá, muy hondito. Con tanto muerto, puede que el zombi realmente sea yo…
Pues bien, les confieso que no pocas veces hago lo que hago (que básicamente es andar diez kilómetros diarios de buena mañana por los alrededores de Cieza), veo lo que veo y leo lo que leo (que es lo que les he referenciado más arriba), con la vista puesta en la semanal cita de este Viaje a Ninguna Parte, que voy construyendo cada vez más con circunstanciales materiales de liquidación por derribo, es decir, con escombros varios. Es lo que hay. Lean, si no, la siguiente transcripción de una conversación mantenida en la barra de una cafetería por tres personajes de la serie de televisión “Chicago Med”, todos ellos sanitarios. Estresados, comparten un rato de relajación, de charla distendida, mientras toman una copa en el bar: “Pero, ¿en qué mundo vivimos? ¡Qué locura! - No. Mira. Las cruzadas, la conquista mongola, la primera guerra mundial, la segunda, eso fue una locura. Vivimos en la época más pacífica de la historia de la Humanidad, pero, aunque no lo parezca, cualquier cosa absurda y cruel, estúpida o malvada, ahora se retransmite. El mundo sería un lugar mucho mejor si la gente cerrara el pico”. No me digan que no es sencillamente genial. Que la gente cierre el pico. Sin morirse, que tampoco es eso, pero que se callen de una puñetera vez. Que cese el ruido. Y muy en particular el ruido mediático. Porque es que actualmente todo se retransmite, sí: por la radio, por la tele, por internet, por el móvil, por las redes antisociales…aparatología que actualmente se ha convertido en metamorfosis diversas de la soledad, en diferentes maneras de estar solo, en evitar la quedada verdadera y dura ante el espejo, de frente, de cogote o de perfil, con uno mismo. Pero, francamente…todo es tan aburrido, tan previsible, tan cansado, tan tedioso, que la vida nos vuelve a poner constantemente al borde de la náusea. Por favor, si la gente aprendiera a callarse, entendiendo por callarse hablar sólo “cuando las palabras mejoren el silencio” como siempre ha defendido la mejor sabiduría oriental o mi admirado articulista y poeta, malagueño y universal, Manuel Alcántara, ya, desgraciadamente, desaparecido, hace poco menos de un año, aunque tuvo una vida larga y buena, con su futbol, su boxeo, su “burbon”, sus artículos y su poesía, su eterno mar que no puede morir…Sí, si la gente hablara sólo cuando debe, dejando espacios al acariciador silencio, cesaría algo el estrépito y podríamos charlar tranquilamente, oyéndonos. Yo, entre tanto, digo cada mañana mi canción a quien conmigo va. Hoy mismo, contando mis pasos a la par del podómetro de mi móvil, paseo de ronda arriba, ribereño abajo, acompasando mis meditaciones a mis pasos, reflexionaba desde el desengaño (que es lo que indefectiblemente viene después del engaño) sobre la maldita memoria, sobrevalorada, y selectiva (por no decir sectaria), que (con Franco, pasado lejano y trasnochado) resucita tragedias vergonzantes de hace cuarenta y hasta ochenta años, un pasado remoto cicatrizado, que ya no debiera doler, y se olvida sin embargo de quienes renunciaron al más lógico de los sentimientos: la venganza, en el caso de las víctimas de antesdeayer mismo como Miguel Ángel Blanco, pasado reciente, hiriente y sufriente, no cicatrizado.
Vivimos -pensé al llegar al Puente de Hierro- un nuevo y desgraciado capítulo de la historia universal de la infamia, fruto de la conjura de los necios. Ya decía el gran incrédulo Voltaire, que “la idiotez es una enfermedad muy rara (pero no porque escasee, matizo), sino porque no es el enfermo el que la sufre sino los demás”.