Y el carnaval, con su tantas veces estrafalario magnetismo, con el reto y la apuesta que comporta entre la contención y el desbordamiento, es algo que siempre ha atraído mucho la atención y la mirada interesada, comprometida y caliente de Fernando Galindo Tormo (baste recordar su antológico trabajo-exposición sobre el Carnaval de Venecia, o sus escapadas a los carnavales de Tenerife). Diríase incluso que el tema siempre ha ejercido sobre él una hipnótica e insoslayable fascinación. Porque este hombre aparentemente serio y formal (que lo es, sin duda), ha sentido muchas veces la llamada, la atracción, la pulsión interna e intensa de la marginalidad, la tentación del abismo, que se aprecia bien, como en pocas otras manifestaciones de la humana creatividad, en el arte de mostrar y esconder a medias, esa burlona, sarcástica y descarada interpelación del “¿a que no me conoces?”. Porque ese es el gran gancho, el enorme poder y capacidad de sugerencia que comporta la mascarilla: mostrar-esconder, que es a fin de cuentas paradoja permanente de la vida, enseñar sin descubrirlo todo.
Es el nuestro, sí, un tiempo de máscaras, incluso de máscaras sobre máscaras. Nuestro rostro habitual, ese que forjamos golpe a golpe, disgusto a disgusto, a lo largo de la vida, y que se marca y explicita en la cada día más aparente raja-hendidura o línea de expresión en nuestra mejilla…ese rostro habitual, reconocible, que ya era una máscara de por sí esculpida por la vida. Ahora, máscaras sobre máscaras, participamos todos, obligadamente, en este colorista carnaval de semi-identidades escondidas, de tapar-mostrar, personalidades insinuadas, misteriosas, tan vinculado todo ello a la erótica más profunda de los seres humanos.
La mascarilla, que pasó de ser menospreciada incluso por instancias oficiales de la OMS (Organización Mundial de la Salud), señalando su carácter facultativo o voluntario ante sus escasas prestaciones como herramienta de protección frente a los “bichos” que pululan amenazadores cada vez más en un entorno medioambientalmente deteriorado y cada vez más hostil, pasó después a ser obligatoria en espacios interiores, y, finalmente, en todas partes, mascarilla urbi et orbi por doquier para mayor regocijo de los impulsores-detentadores del gran negocio.
Algo así no podía ser ajeno o pasar inadvertido, desapercibido, al peripatético y tenaz observador del Universo-Mundo en el que se ha acabado convirtiendo Fernando Galindo, que nos ofrece, en esta publicación para autoconsumo propio y adecuada marcación del acontecimiento a beneficio de inventario local del micro-universo de su aldea global, de este zoológico ciezano, cercano, del que él disfruta incansablemente, nos ofrece, digo, una galería de mascarillas diversa en diseños, colores y formas, que acaba focalizando la atención en la mirada, en los ojos de sus portadores, curiosamente uno de los rasgos más definitorios de la personalidad. Y eso sabe hacerlo bien este maestro del retrato, que sabe buscar pacientemente la chispa identificativa y definitoria en la expresión visual de cada retratado.
En el ser humano ha habido siempre una dicotomía esencial, un contraste fuerte y duro entre el ser y la apariencia, particularmente en tiempos decadentes, dionisíacos y barrocos, como son, indudablemente, los (terribles) tiempos que vivimos desde hace algunas décadas. Para mayor abundamiento, la inconsistencia y fragilidad de la vida, única e irrepetible, asomada con inseguridad y ahíta de esperanza, a esa ventanita en la que alumbra cada par de ojos que transmiten siempre el mismo mensaje: saldremos de esta, aunque, muy probablemente, nos meteremos en otra. Eso seguro. La mascarilla ha pasado a ser uno de los negocios importantes de la mascarada en que se ha convertido esta pandemia. Fernando Galindo Tormo deja constancia de ello y lo documenta cumplidamente en este nuevo libro con más de trescientas máscaras locales cuyos ojos se asoman reclamando que la vida vuelva a alumbrar un futuro de luz, abierto, despejado y feliz, un horizonte próximo de bienestar, seguridad y abrazos.