En Cieza, que es un pueblo de España en el que sus naturales gustan de vivir bien la vida, pueblo de buen yantar y mejor beber, o viceversa, tenemos la suerte de contar con algunos convecinos que han cumplido el siglo y que, afortunadamente, se encuentran aún en condiciones bastante aceptables de salud, como para poder presumir que seguirán cumpliendo algunos más (con permiso, eso sí, del virus chino, el desgraciado Covid 19 que tan extrañamente se les ha escapado en Wuhan y al que no sabemos cuántos centenarios habrán sobrevivido).
Pero esta no quiere ser una reflexión sobre cuánto vivir, sino sobre cómo vivir el tiempo que nos toque. Hubo una época, la de los años sesenta y setenta del siglo pasado, con el movimiento hippie y sus resacas, en la que estuvo de moda aquello de considerarse “ciudadano del mundo”, con una visión cosmopolita, utópica y romántica, en la que se tendía a huir de la propia realidad inmediata circundante, y, desde luego, del propio pueblo, de la propia región, o del propio país, nación o estado en que se había nacido o en el que se vivía. Las peculiaridades locales, las costumbres tradicionales del propio pueblo o región, los intereses- incluso los económicos- de cada país o de cada nación, importaban poco, en una actitud que ponía el acento en la identificación esencial y el destino común de los seres humanos, de todos los seres humanos, y en cuanto que tales, sobre toda la Tierra, la verdadera “casa común”, la única posible, y a la que había que, globalmente, buscar alternativas. Las iniciativas, casi siempre meramente intelectuales, cuando no diletantes, que en nombre del cosmopolitismo, se emprendieron, acababan en la “vuelta al nido”, el refugio de la aldea desde la que, por cierto, y es a donde quería llegar a parar, también puede cambiarse el mundo. Algo quedó, y muy valioso, de aquel cosmopolitismo, en la creciente conciencia global sobre los problemas del medio ambiente, por ejemplo, o en una cierta generosa concepción universalista que tiende a erradicar la injusticia a nivel cósmico, aunque, en la actualidad, estos planteamientos estén instrumentalizados por los dos grandes gendarmes, los Estados Unidos y China, y, en menor medida, Rusia y la Unión Europea, cada uno a su manera. Después llegaron (¿o estaban ya incluso antes?) los regionalismos y nacionalismos, interesados, egoístas, insolidarios, instrumentalizados por castas políticas a las que con demasiada frecuencia no les importa sustentar el bienestar y la riqueza propios en la miseria ajena, incluso en la miseria de lo que tienen muy cerca pero que consideran ajeno y distinto. Frente a todo ello, pero también con todo ello, reivindico desde aquí, aunque me temo que sea predicar en árido desierto, las bondades del cosmopolitismo, del regionalismo e incluso del nacionalismo, pero desde planteamientos concretos y realistas fundados en el ser humano, hecho de carne, sangre, huesos y dolor, sin idealistas entelequias seudointelectuales como en los años sesenta del siglo pasado y sin egoísmos particularistas: trabajar por la justicia y trabajar por el progreso de la Humanidad, y trabajar por la justicia y el progreso en España y en el mundo, es aquí y ahora (sobre todo cuando nos liberen del forzado encierro) trabajar en el único marco de referencia físico, y de contacto con los otros (esto en sentido figurado y en el plano virtual, claro) que nos ha sido dado a los ciezanos por muchos años que pudiéramos vivir, incluso cien (que ojalá, a salvo de nuevos virus, sean muchos, aunque yo calculo que será una década más o menos porque hay mucho cabrón suelto por ahí, en China, en Rusia, en EEUU); esto es, trabajar con los ciezanos, desde Cieza y para Cieza, enarbolar nuestro orgullo de pueblo con tradición centenaria y realidades hermosas que pueden llegar a ser mejores. Los seres humanos, la Humanidad, no están lejos para los ciezanos y ciezanas; están, por suerte o por desgracia, aquí mismo, en la casa en que se vive, en las calles por las que se transita día tras día, semana tras semana y año tras año (cuando se pueda volver a transitar); en los vecinos que nos han tocado en suerte, casi siempre, o en desgracia (que hay que asumir), algunas veces. En definitiva, nuestras posibilidades de futuro (cuando escampe y algún futuro pueda atisbarse), están en nuestra propia capacidad para forjar el porvenir trabajando juntos, codo con codo, manteniendo, eso sí, la distancia de seguridad, porque hay familiaridades que no deben volver, al menos pronto. Cambiar el chip y remar juntos: los seres humanos de aquí de Cieza “semoh chitoh” y chitah” y eso no lo va a cambiar nadie aunque vivamos cien años o más, con permiso siempre del coronavirus de los cojones. Por eso el mundo, España y Murcia, están en Cieza, porque Cieza, aquí sí en sentido literal, es nuestra “nación” y seguirá siéndolo de aquellos “chitoh” y “chitah” que vengan detrás de nosotros. Y “semoh chitoh” todos, los niños y los ancianos, los más y los menos jóvenes, los guapos y los feos, los altos y los bajos, los del barrio de la Era y los del Paseo, la Horta o la Asunción, los de San Juan Bosco y los del Zaraíche, Ascoy, la Ermita o Barrio Montiel; y -muy en especial- los ricos... y los pobres, que en Cieza son muchos (y legión que van a ser en breve si nada ni nadie lo remedia). Y, en esta tesitura, jodida donde las haya, si quieren futuro en paz, los ricos tienen la palabra. Pobres y ricos, todos chitos y chitas, ciezanos y ciezanas, que nacieron en este pueblo y que aquí, en esta misma tierra, aunque sea en humildes columbarios colgados de tapiales toscamente enlucidos, probablemente tras una lápida de Solano, recibirán sepultura. Tenemos un destino común último y tenemos un marco de referencia común, ahora mismo, con un desgraciado presente entre las manos. Cieza será mejor, para todos, si todos arrimamos el hombro, los que sólo tengan eso, o abren sus cajas de caudales, los que tengan algo en ellas.
Me atrevo a confiar en que a este pueblo le quede un ápice de conciencia y compromiso social colectivo. De que esa conciencia y ese compromiso despierten depende el futuro de este pueblo, un pueblo que nos vio nacer y en el que -ojalá que muy tarde- acabarán por enterrarnos, para hacernos, entonces más que nunca, en fusión y confusión telúricas, “tierra de nuestra tierra para siempre jamás”. Que santa Lucía les conserve la vista a quienes pronosticaron una repercusión mínima del coronavirus en España ¡Madre mía, que Dios, y el Santo Cristo, su divino hijo, nos amparen!