Hace unos días escuchaba al presidente de la Comunidad Autónoma de Andalucía, Juan Manuel Moreno Bonilla, declarar sin empacho que hoy en día los únicos partidos que pueden ser considerados como constitucionalistas son el suyo, el Partido Popular, y sus dos socios de gobierno en la Junta, a saber: VOX y Ciudadanos. Por lo visto hay quien considera hoy en día un activo político el autoproclamarse “constitucionalista”, aunque el señor Moreno Bonilla parece olvidar cosas sin importancia tales como que su partido en aquel entonces (Alianza Popular) abandonó la comisión de elaboración de la constitución y emitió tantos votos en contra y abstenciones contra la carta magna como afirmativos o que muchas de sus actuaciones en el gobierno han sido declaradas inconstitucionales. Por no hablar de su aliado VOX, el cual no se corta un pelo en afirmar que cambiaría un buen montón de cosas del actual texto constitucional.
Aparte de estos detalles nimios, no estaría de más analizar el estado de la Constitución de 1978, su vigencia y, sobre todo, su cumplimiento. Nuestra ley máxima cumplió cuarenta años el año pasado. Cuarenta años son muchos, alguno más incluso que los que duró la dictadura anterior a su implantación. En estos últimos cuarenta años los cambios sociales, políticos, económicos y de todo tipo han sido enormes y me temo que la constitución no ha sido adaptada a los tiempos. Sólo se han realizado dos cambios en la misma, ambos sin consultar al pueblo español: uno para la necesaria cesión de soberanía a la Unión Europea y otro, muy discutido, para garantizar la devolución de las deudas contraídas por el Estado por encima de cualquier otra consideración. Y ya está, ni una coma más ha sido tocada, no se ha realizado ninguna adecuación al tiempo presente.
¿Y su cumplimiento? Pues aquí hay lagunas y zonas oscuras que convendría recordar. La constitución es la ley de leyes. Es la norma básica, de obligado cumplimiento, que establece el marco general de organización y funcionamiento del sistema democrático del país, desde los grandes principios rectores de la estructura política y administrativa hasta los derechos y deberes fundamentales de los ciudadanos españoles. Y me temo que en el respeto a estos últimos algo falla. Por ejemplo, en el derecho fundamental de los españoles a tener una vivienda digna, que sin embargo se considera un “principio rector” más que un derecho. O en el derecho al trabajo, el cual es considerado más bien como una “declaración de intenciones” que como un derecho constitucional. O en la progresividad del sistema impositivo, que está siendo desmantelada progresivamente. O en el autogobierno de las comunidades autónomas, muchas de las cuales aún no han recibido todas sus competencias aunque haga ya décadas de su implantación. O en el sufragio universal, que se limita de forma vergonzosa en el caso de los millones de españoles que viven en el extranjero. O en la igualdad de todos los españoles (hombres y mujeres).
Casi todos estos incumplimientos y unos cuantos más afectan en especial a las clases sociales más más vulnerables, beneficiando por el contrario a los grupos más poderosos. De hecho el ser “constitucionalista” se está convirtiendo en sinónimo de ser políticamente conservador y la constitución comienza a considerarse por muchos la base legal de un sistema que prima la desigualdad política, social y económica y cuya respuesta a cualquier petición suele ser únicamente la aplicación a rajatabla de la ley y no su adaptación a los tiempos.
No me entendáis mal: la Constitución de 1978, con todos sus fallos y sus incumplimientos, sigue siendo válida en lo básico. Y sobre todo es el fruto de un compromiso que algunos de sus críticos olvidan: el compromiso, directo o indirecto pero compromiso, de todas las fuerzas políticas españolas de la época para dotarnos de un marco legal consensuado y aceptable por todos. Exactamente lo contrario de las constituciones que el país había tenido hasta entonces, impuestas siempre y sin excepción por unos grupos políticos a otros.
Nuestra actual constitución debe sin duda reformarse para acercarse a la realidad actual. Y sobre todo debe cumplirse, porque lo que realmente perjudica a la propia constitución en particular y a nuestro sistema político democrático en general es el cumplimiento parcial, según sus propios intereses, de la carta magna por parte de los partidos políticos que nos han gobernado. Algo así como la ley del embudo pero en clave constitucional. Y sobre todo hay que evitar que la constitución se identifique con unas tendencias políticas o con otras, y ello por el simple motivo de que la constitución debe ser la norma básica de todos, hecha por todos y para todos, aplicable a todos y objeto de cumplimiento y respeto por todos.
Y si hay que modificarla (que hay que hacerlo, en mi opinión, porque nada es para siempre), que dicha modificación sea de nuevo objeto de consenso y que se haga en bien de España y de los españoles. De todos los españoles, no sólo de algunos. Y que nadie se arrogue (y menos algunos que lo hacen sin ningún pudor) la exclusiva de la constitución, porque me temo que algunos de los que lo hacen son los menos indicados para ello.