Son aquellos que acechan escondidos tras la manida frase “yo no soy …, pero …”. Aquellos que no son racistas, ni homófobos, ni misóginos, ni clasistas, aquellos que niegan ser lo peor que puede ser un ser humano, pero que lo son.

Y lo demuestran todos los días. Lo demuestran con el chiste despectivo, con la mirada torcida, con el desprecio silencioso. Y también, y cada vez más, lo demuestran haciendo público su odio, su desprecio, insultando, agrediendo, matando… Porque ahora se atreven; en manada, pero se atreven, jaleados y apoyados por determinados sectores sociales y políticos con los que comulgan, utilizando la violencia como único argumento, ya que cuando se les pregunta por su actitud no tienen más respuestas que las descerebradas de turno: nos roban el trabajo, son inmorales, es una perversión, están ahí para servirnos…

Pero todavía hay más. Y lo estamos viendo a diario con decisiones judiciales que parecen dictadas por los acusados y que siempre van a favor de unos, los agresores, y nunca de otros, los agredidos. Porque la justicia, que debería ser ciega, tiene en demasiadas ocasiones una vista muy aguda que mira siempre, curiosamente, hacia el mismo lado. Y ese lado está más allá de la derecha. Eso sí, siempre envuelta en argumentos que retuercen la ley hasta límites insospechados y los envuelve en la bandera, una bandera de la que se apropian como si fuera suya, cuando es en realidad de todos.

Eso sí, todos aquellos que odian a todo el mundo (yo creo que incluso se odian a sí mismos en la intimidad) se autoproclaman patriotas y señalan cual etarra batasuno a quienes no son como ellos para convertirlos en objetivo de sus comandos violentos. Igual, igualito que hacían sus tan odiados etarras, de quienes echan mano cada dos por tres para justificar su violencia y las barbaridades que salen por su boca, cual viejo espantajo o coco infantil para asustar a una sociedad que sufrió el terror en sus carnes en mucha mayor medida que muchos de quienes tanto gritan y amenazan.

El caso es que no son muchos. Porque la gente sin entrañas, la gente sin piedad, la gente que se considera a sí misma superior por su color de piel, su nacionalidad, su identidad sexual, su capacidad económica o su clase social, esa gente es escasa en nuestro país. De hecho muchos de quienes siguen y creen estas soflamas, estas mentiras continuadas, estas barbaridades ideológicas, muchos de ellos pertenecen a los sectores que, si pensásemos como ellos, podríamos definir como lo más bajo de la sociedad. Y no encuentran otra manera de reivindicarse que intentar destruir un sistema social que, aunque no siempre, busca la igualdad, la fraternidad y la libertad por otro en el que la fuerza y la violencia sustituyan a la razón, la ley y la democracia.

¿Lo conseguirán? Creo que no. Porque, como decía, la gente normal, la que quiere paz y prosperidad, la que no juzga a los demás ni quiere que los demás la juzguen, esa gente (yo incluido) constituye la mayoría, la inmensa mayoría de España. Una España que es nuestra, no de ellos. Una España que incluso permite a ese tipo de gente tener las ideas que tiene. Perdón, me he expresado mal: una España cuyos ciudadanos tienen el derecho y la libertad de pensar como les venga en gana sin tener que dar explicaciones por ello, con un único límite que no es otro que el respetar a los demás ese mismo derecho y esa misma libertad. Naturalmente quienes desprecian a todos los que ellos consideran diferentes e indignos son incapaces de comprender este principio, por lo que será difícil convencerlos de la indignidad de su pensamiento.

Pero, lamentablemente para ellos, viven en un país democrático, en un sistema donde todos estamos obligados a cumplir la ley y a respetar a nuestros conciudadanos. Y si por las buenas no lo hacen, esa ley que han de cumplir debe garantizar que no se conviertan finalmente en bestias que amenacen nuestra convivencia y nuestra libertad.